A menos Estado, menos populismo
Por Alberto Benegas Lynch (h)
A veces, en el fragor
del debate sobre temas coyunturales se alteran las prioridades y se
mezclan conceptos. En medio de estas trifulcas, se suele perder la
visión del eje central del problema analizado.
En el caso argentino, por momentos
parece que se desdibujan el aspecto medular y la raíz del populismo: la
dimensión colosal del aparato estatal, que no sólo encoge los bolsillos
de la gente, sino que comprime las libertades individuales al arrogarse
funciones impropias de un sistema republicano. A su vez, al abrir cauces
a la discrecionalidad del poder, favorece la corrupción.
El estatismo superlativo ha impregnado
la historia argentina de las últimas décadas de modo creciente, ya sea
gobernados por un signo político u otro; en todos los casos se produjo
un salto cuántico en los gastos públicos (para no decir nada de los
regímenes militares). Estos deterioros han sido acompañados por
desórdenes presupuestarios debido a que las erogaciones estatales no han
podido cubrirse con las altísimas cargas tributarias y con el pesado
endeudamiento gubernamental interno o externo, por lo que se ha
recurrido a la expansión monetaria.
Sin duda, la inflación constituye un
cáncer de la mayor magnitud, así como, por su parte, el déficit fiscal
representa un signo de pésima gestión económica.
Dicho esto, estimo de la mayor
importancia subrayar que estos dos fenómenos no son el problema de fondo
del populismo. Más aún, en la historia ha habido y hay gobiernos
totalitarios que no han recurrido ni al deterioro monetario ni al
déficit en las cuentas públicas, pero que, por definición, han agrandado
el aparato gubernamental y consecuentemente han asfixiado a la gente
del modo más brutal. El caso del actual gobierno de Ecuador muestra que,
a pesar de los ataques a la libertad de prensa, su acendrado
intervencionismo en los mercados y el reiterado daño a los marcos
institucionales republicanos, la situación monetaria no se ha agravado
debido a que, en su momento, se estableció la dolarización.
Según Lavrenti Beria, Stalin tenía la
manía de mantener en orden las cuentas fiscales (en medio de sus
masacres y atropellos). Lo mismo relata Huber Matos respecto de Fidel
Castro y su obsesión por las finanzas públicas, es decir, que no
salieran más recursos de los que entraban en las arcas de su sistema
tiránico. Claro que en ambos casos lo de "finanzas públicas" es una
expresión impropia, ya que aquellos megalómanos las trataban como si
fueran privadas.
Esto no implica subestimar los problemas
enormes que generan tanto el déficit fiscal como la inflación
monetaria. Se trata de poner el problema en perspectiva y de centrar la
atención en los muchos perjuicios de contar con un Estado elefantiásico
que carcome ahorros y extiende sus tentáculos a todos los recovecos de
la vida de los gobernados. En esta línea, el premio Nobel en Economía
Milton Friedman ha afirmado que es mejor un gobierno que gasta poco con
déficit fiscal que otro inflado en sus gastos y con cuentas
equilibradas.
En nuestro país, el actual gobierno no
ha resuelto aún el tema del déficit fiscal (más aun, lo ha incrementado
desde que asumió) ni la inflación monetaria. Con relación a esto, es
pertinente formular algunas reflexiones que tal vez ayuden a que
decanten algunos conceptos clave en la materia.
Se dice que la inflación monetaria es el
aumento general de precios. Esto no es correcto: si todos los precios
aumentaran de modo generalizado -y tengamos en cuenta que el salario es
un precio-, no habría problemas con la inflación. Si los precios se
elevaran en un 50% mensual y los salarios lo hicieran en el mismo
porcentual, no ocurrirían distorsiones entre precios e ingresos.
Seguramente, habría que modificar los dígitos en las calculadoras, las
columnas en los libros contables e incluso habría que transportar el
dinero en carretilla, pero no se sucederían los problemas
característicos de la inflación.
Es que aquella definición adolece de dos
equivocaciones mayúsculas. En primer lugar, los precios no aumentan de
modo uniforme, sino que se trata de la distorsión en los precios
relativos; en segundo lugar, no es ésta la causa de la inflación, sino
su efecto más perverso; la inflación es la expansión monetaria por
causas exógenas al mercado, a saber, las decisiones políticas fruto de
las manipulaciones de la banca central. Estas distorsiones en los
precios relativos desfiguran las únicas señales que tiene el mercado
para operar, lo que induce al desperdicio de capital, que, a su turno,
hace que se contraigan salarios e ingresos en términos reales, puesto
que las tasas de capitalización constituyen la única explicación para la
mejora en el nivel de vida.
En nuestro medio también se han hecho
desafortunadas declaraciones en cuanto a que las subas en los precios
son responsabilidad de los comerciantes. Los empresarios siempre
intentarán cobrar el precio más alto que puedan (no el que quieran, ya
que la demanda se contrae según su elasticidad). Las llamadas
"expectativas inflacionarias" de por sí nada significan: si no son
convalidadas por expansión monetaria, no tienen efecto alguno. Incluso
hay quienes la emprenden contra supermercados, con el argumento de que
sus costos no justifican aumentos de precios; ignoran que la estructura
de costos puede ser muy alta mientras que los precios finales no los
cubren, con lo que se producen quebrantos. A la inversa, los costos
pueden ser reducidos, pero la demanda de los consumidores hace que el
precio resulte alto.
Desde la exposición decimonónica de la
utilidad marginal se demostró que no hay nexo causal entre costos y
precios finales. El empresario conjetura que los costos están
subvaluados en términos de los precios finales, con lo que estima que
sacará partida del arbitraje correspondiente, lo cual es muy distinto a
sostener que los costos determinan los precios.
En este contexto, se ha sostenido que
hay "inflación de costos" cuando se eleva el precio de un bien al que el
resto de la economía está muy ligado. Pero es que, manteniendo los
demás factores constantes, si aumenta el precio de un bien, por más
estrechamente ligado que esté a otros bienes, ocurre una de dos cosas: o
se sigue consumiendo la misma cantidad de ese bien, en cuyo caso se
debe reducir el consumo de otros, o se contrae su demanda, con lo que
naturalmente disminuirá la cantidad vendida.
Las arengas de políticos dirigidas a
empresarios es una faena inútil y contraproducente. Por un lado, el
problema radica en los políticos; por otro, los precios deben seguir los
lineamientos del mercado si se quieren evitar la escasez y los
desajustes.
Lo mismo va para la denominada "defensa
de la competencia"; la defensa estriba en que la Justicia debe castigar
el fraude y el engaño con todo rigor, y no radica en entrometimientos
improcedentes con la intención de "poner orden" en el mercado, donde,
precisamente, el desorden comienza cuando gobernantes interfieren en
arreglos libres y voluntarios.
Las declaraciones de algunos miembros
del elenco gobernante en el sentido de que debe incrementarse el gasto
público "para reactivar la economía" son del todo infundadas, puesto que
la financiación que exige el aumento del gasto -sean o no partidas sin
ejecutar- significa que se reasignan los siempre escasos recursos desde
los bolsillos de la gente hacia el referido engrosamiento en el gasto,
con lo que la productividad indefectiblemente disminuye.
En otras palabras, la administración
actual se encuentra en una encrucijada en gran medida debido al
peligroso y muy extendido campo minado que dejó el gobierno anterior. Es
de desear que este gobierno tenga éxito y adopte las medidas de fondo
en cuanto a la eliminación de funciones impropias de la sociedad
abierta, para dejar atrás los pesados lastres del populismo. Perder esta
oportunidad arrastraría consecuencias imprevisibles.
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