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Wednesday, July 20, 2016

¿Por qué se molestan? ¿Qué harían ustedes, de estar al frente del gobierno?

Ángel Verdugo 
 

¿Por qué se molestan? ¿Qué harían ustedes, de estar al frente del gobierno?

¿Con la CNTE y personajes que por decir lo menos, han hecho de la violación permanente y sistemática de la ley, la razón de su vivir?

De cuando en cuando —reconozco que no siempre lo hago—, leo los comentarios que algunos lectores escriben en el espacio dedicado para ello. Casi siempre, los insultos y recordatorios a mi señora madre —que no tiene culpa alguna de los exabruptos que escribo—, los hago a un lado para prestar atención a los de quienes aportan algo que, si bien puedo diferir de su punto de vista, en no pocas ocasiones me ayudan a aclarar alguna idea, o complementar mi conocimiento incompleto en éste o aquel tema. A todos ellos, gracias.



Esta vez rompí con mi costumbre de no hacer caso de insultos y majaderías diversas, y los leí con cuidado; no porque el insulto hubiera sido altamente ofensivo sino por algo diferente: La nula o poca comprensión exhibida de un tema que, si bien dejó secuelas importantes —El fascismo—, hoy por hoy todavía no es cabalmente entendido, menos usado correctamente por no pocos.
Dejo de lado el seudónimo del autor porque, lo que me interesa es comentar el fondo de lo que escribió, más que exhibir a alguien. De tener interés en la colaboración y los comentarios, aquí puede leer ambos: http://www.excelsior.com.mx/opinion/angel-verdugo/2016/07/15/1105090
La costumbre en México, muy arraigada entre los integrantes de ese numeroso ejército que conforman los políticamente correctos y los que aspiran a ser, cuando menos, soldados rasos en el mismo, a la primera idea que no logran comprender, acusan al autor de aquélla de ser un nazi-fascista o cuando menos, como fue en el caso que me ocupa, de tener ideas fascistoides.
¿En verdad, plantear los elementos de lo que debe ser una negociación que buscaría concretar el regreso a la normalidad, reconducir las protestas dentro de los límites de la ley y, sobre todo, hacer que los delincuentes sean llevados -sin distingo alguno-, ante una autoridad judicial para que sea ésta la que decida su situación, es poseer ideas fascistoides?
Hoy, por ejemplo, ante el cierre de las sucursales bancarias en un número importante de municipios michoacanos, ¿qué debe hacer la autoridad? ¿Sentarse a negociar? ¿Qué y con quién? ¿Con la CNTE y personajes que por decir lo menos, han hecho de la violación permanente y sistemática de la ley, la razón de su vivir?
¿Es concebible acaso, negociar la abrogación de la Reforma Educativa en una Mesa con el Ejecutivo, mientras que los que exigen ese absurdo mantienen bloqueos, saqueos de bienes privados y daños diversos a millones de habitantes de varios estados del país?
¿Señalar, clara y enfáticamente, que ante esa conducta —que sólo merece la aplicación estricta de la ley—, no hay negociación posible, salvo la claudicación del Estado ante la delincuencia, es poseer ideas fascistoides?
No nos confundamos, menos utilicemos el viejo cliché —hoy inútil ante una nueva realidad—; a querer y no, lo entendamos y aceptemos o no, la aplicación urgente de la ley que permita la restauración del orden legal —hoy perdido en Michoacán, Guerrero, Oaxaca y Chiapas—, es la única salida. Ésta,  tiene un alto precio político a pagar el cual, cada día que pase permitiendo desmanes y delitos mil, crecerá exponencialmente.
El que señale que éste o aquél posee ideas fascistoides porque exige la aplicación de la ley, y la no claudicación del Estado ante los delincuentes, debería ver cómo actúan los gobiernos democráticos en otras latitudes.
Ojalá el gobierno entienda que lo que hace hoy, no es negociar, sólo claudicar.

¿Por qué se molestan? ¿Qué harían ustedes, de estar al frente del gobierno?

Ángel Verdugo 
 

¿Por qué se molestan? ¿Qué harían ustedes, de estar al frente del gobierno?

¿Con la CNTE y personajes que por decir lo menos, han hecho de la violación permanente y sistemática de la ley, la razón de su vivir?

De cuando en cuando —reconozco que no siempre lo hago—, leo los comentarios que algunos lectores escriben en el espacio dedicado para ello. Casi siempre, los insultos y recordatorios a mi señora madre —que no tiene culpa alguna de los exabruptos que escribo—, los hago a un lado para prestar atención a los de quienes aportan algo que, si bien puedo diferir de su punto de vista, en no pocas ocasiones me ayudan a aclarar alguna idea, o complementar mi conocimiento incompleto en éste o aquel tema. A todos ellos, gracias.


Monday, July 18, 2016

La democracia en Latinoamérica

Carlos Rangel, en este ensayo escrito entre 1979 y 1984, explica que "Las diferentes repúblicas latinoamericanas no han logrado restablecer un equilibrio institucional legítimo y duradero, en reemplazo del que fue destruido, junto con el Imperio Español, entre 1810 y 1824".
Carlos Rangel (1929-1988) fue un destacado periodista e intelectual venezolano y autor de Del buen salvaje al buen revolucionario (1976) y El tercermundismo (1986).
Este ensayo fue publicado originalmente en las revistas Vuelta (México) y Dissent (EE.UU.) y reproducido en Marx y los socialismos reales y otros ensayos (Monte Avila, 1988). Aquí puede descargar este ensayo en formato PDF.

Las diferentes repúblicas latinoamericanas no han logrado restablecer un equilibrio institucional legítimo y duradero, en reemplazo del que fue destruido, junto con el Imperio Español, entre 1810 y 1824. Aquella legitimidad y aquel equilibrio fueron desmantelados en nombre de la libertad y para establecer la democracia, según el modelo que ofrecían, desde 1776, los Estados Unidos. A partir de entonces, una multitud de constituciones y otros documentos políticos han ratificado esa aspiración, sin que los hechos hayan venido jamás a satisfacerla en forma convincente o duradera. En los últimos cincuenta años, México ha sido el único país latinoamericano que no ha tenido cambios de gobierno violentos, distintos a los previstos en las leyes y causados por guerras civiles o por golpes de estado militares. Entre nosotros, la paz y la democracia han sido rarezas frágiles; la tiranía o la guerra civil, las normas.



La evolución y el estado actual de la Revolución Cubana, en la cual pusimos todos tantas esperanzas, y en este mismo momento la tendencia semejante de la Revolución nicaragüense, son las decepciones más recientes, pero seguramente no las últimas, para quienes esperamos todavía que, contrariando nuestra historia, el proyecto democrático pueda afianzarse y ganar una legitimidad definitiva en nuestra América.
La explicación más obvia y general para ese subdesarrollo político latinoamericano (causa y no consecuencia del atraso económico) es haber sido fundada nuestra América por un país admirable de múltiples maneras, pero que entraba justamente entonces en un divorcio con el espíritu de los tiempos modernos, en un rechazo al racionalismo, a la ciencia experimental, al secularismo, al libre examen; es decir a los fundamentos de las revoluciones industrial y liberal y del desarrollo económico capitalista.
Simultáneamente, y por motivos vinculados o no con su rechazo a la modernización, la sociedad española va a iniciar en el mismo siglo XVI una decadencia, una lasitud y una tendencia a la desintegración, aun en relación con sus propios valores y coordenadas, de origen y significado medievales y pre-capitalistas. Esa lasitud y esa tendencia a la desintegración, los países “nuevos” que España funda en América las van a compartir y acentuar. El Nuevo Mundo hispanoamericano va a ser el Viejo Mundo español con algunos muy serios problemas adicionales.
En España invertebrada, Ortega y Gasset, tras afirmar que, por lo menos desde 1580, “cuanto en España acontece es decadencia y desintegración”, hace la observación de que, así como la curva ascendente de una colectividad está signada por la incorporación y la totalización, en el sentido de que cada individuo y cada grupo se sabe y se siente parte de un todo, de manera que lo que vulnera al todo afecta a cada cual, y viceversa, la decadencia ocurre cuando las partes de la colectividad, los grupos, los individuos no se sienten comprometidos con el destino común, descubren su particularismo, dejan de sentirse a sí mismos como partes de un todo orgánico y, en consecuencia, dejan de compartir los sentimientos y los intereses de los demás.
Si esto ocurrió en España desde el siglo XVI, obviamente va a sucederle también a la sociedad hispanoamericana desde su nacimiento. Es su condición original, y tanto más cuanto que el particularismo español, el no sentirse cada uno de los españoles personalmente comprometido con los intereses globales de su propia sociedad, va a radicalizarse con el salto a América, que es tierra de conquista, de saqueo, de esclavos, de botín.
Ese egoísmo no es únicamente característico (como se quisiera hacer creer) de las clases altas latinoamericanas, o de los nuevos ricos de la industria o el comercio, sino que matiza la conducta de casi todos aquellos que logran alcanzar entre nosotros una situación de poder, a cualquier nivel, y, desde luego, la actuación de los grupos institucionales o accidentales que puedan definir y perseguir intereses sectoriales. A esa categoría pertenecen las Fuerzas Armadas, las universidades, los clanes regionales o políticos (a estos últimos se les llama partidos), los sindicatos, las federaciones empresariales, los gremios profesionales, etc.
Como los latinoamericanos no somos monstruos caídos de otro planeta, sino seres humanos movidos por los mismos estímulos que los demás, no desconocen otras sociedades, y sobre todo las que no han alcanzado todavía un grado satisfactorio de integración, o las que han comenzado a declinar en su fuerza centrípeta (como, ahora mismo, los Estados Unidos), iguales o parecidos fenómenos de egoísmo individual, familiar o de clan; pero las latinoamericanas son las únicas sociedades occidentales que nacen en proceso de desintegración. La única sociedad europea comparable (en ese sentido) a las sociedades ibéricas (peninsulares o americanas) es la italiana; y no es fortuito que haya sido un italiano quien compusiera El príncipe, ese manual para tiranos, ese compendio de técnicas para recoger una sociedad en migajas y mantenerla en un puño, que es lo que han hecho todos los caudillos latinoamericanos, desde Páez y Rosas hasta Fidel Castro.
A partir de esa experiencia histórica, ha sido formulada reiteradamente, a veces en forma oblicua, pero a menudo con toda claridad, la idea de que, por nuestra manera de ser, los latinoamericanos no estamos hechos para la democracia y no debemos intentada sino, a lo sumo, con mucha cautela y con las riendas siempre tenidas con firmeza por las manos de un poder ejecutivo fuerte. Y no se crea que esto ha sido sostenido sólo por los apologistas “positivistas” de tiranos como Porfirio Díaz o Juan Vicente Gómez. En Nuestra América (1891) nos encontramos con estas frases sorprendentes de José Martí: “La incapacidad (de autogobernarse Latinoamérica) no está sino en los que quieren regir pueblos originales, de composición singular y violenta, con leyes heredadas de cuatro siglos de práctica libre en los Estados Unidos, de diecinueve siglos de monarquía en Francia. Con un decreto de Hamilton no se le para la pechada al potro de un llanero. Con una frase de Sieyès no se desestanca la sangre cuajada de la raza india... El gobierno ha de nacer del país. El espíritu del gobierno ha de ser el del país. La forma de gobierno ha de avenirse a la constitución propia del país”. Bolívar mismo no estaba diciendo otra cosa (y las palabras de Martí son, sin duda, un eco deliberado de Bolívar) cuando, en su Discurso al Congreso de Venezuela reunido en Angostura en 1819, sostuvo que la entonces vigente Constitución de su país, más o menos copiada de la norteamericana, era inaplicable en Venezuela; y que hasta era cosa de asombro que su modelo en los EE.UU. hubiera subsistido casi medio siglo sin trastorno, “a pesar de que aquel pueblo es un modelo singular de virtudes políticas (y) no obstante que la libertad ha sido su cuna”. En cuanto a la otra América, la nuestra, si absurdo sería intentar hacer funcionar en España las libertades políticas, civiles y religiosas de Inglaterra, pues más disparatado aún resultaría dar a la América española las instituciones de los norteamericanos. Ya lo había dicho Montesquieu: las leyes deben ser apropiadas a las características de cada pueblo. Cuando Bolívar pudo redactar una Constitución según sus ideas (la de Bolivia), propuso una Presidencia vitalicia y un Senado hereditario. Es cierto que tal Constitución tampoco funcionó, pero su significado (así como su coherencia con ideas semejantes expresadas por el Libertador, desde 1812 por lo menos) es claro, y por ello no es sorprendente encontrarnos con que el Discurso introductorio a la Constitución de Bolivia figure en primer lugar en una antología del pensamiento conservador latinoamericano, junto con textos de Mariano Paredes Arillaga y Lucas Alamán.1
Desprovistos singularmente de espíritu crítico y autocrítico, los latinoamericanos no nos hemos detenido a reflexionar sobre el sentido de admoniciones como las de Bolívar o Martí. Hemos preferido persistir en redactar Constituciones ideales, en fundar repúblicas aéreas y en sufrir en la práctica regímenes autoritarios discrecionales, sin preguntarnos demasiado en qué consiste esa “originalidad” a que se refería Martí, o por qué era (y sigue siendo) inaplicable en nuestros países una Constitución calcada en la que sirvió a los norteamericanos para fundar una estabilidad y una legitimidad que ha rebasado dos siglos de vigencia ininterrumpida.
Esa escasa o nula inclinación nuestra por descubrir las raíces de nuestro subdesarrollo político tiende a perpetuarlo. Permanecemos vulnerables a interpretaciones históricas y a ofertas políticas construidas sobre la mentira, o que apelan a la verdad sólo a medias. Nos seduce cuanta explicación de nuestras frustraciones remita la culpa a factores exteriores a nosotros mismos. Y, desde luego, esquivamos cuidadosamente, como quien rehúsa con horror un psicoanálisis, toda indagación sobre la causa profunda de nuestros fracasos. Es por eso que el “sistema mexicano”, con su mezcla singular de autoritarismo conservador y retórica revolucionaria, aparece como el mayor logro político, hasta ahora, de nuestra cultura latinoamericana. Diríase que es apropiado a la manera de ser de nuestros pueblos ese torrente de palabras, encubridor de formas de ejercicio de la autoridad esencialmente distintas (y hasta contradictorias) de lo que dicen ser. De esa manera (y con la alternabilidad forzosa y la no reelección absoluta de sus Presidentes), los mexicanos han logrado combinar un poder ejecutivo casi ilimitado con el gusto latinoamericano por no llamar las cosas por su nombre.
Se trata, desde luego, de una solución inferior a la democracia pluralista y sincera, a la que no podemos dejar de aspirar, puesto que la sabemos preferible y la vemos funcionar al lado nuestro, en los Estados Unidos, pero superior a los autoritarismos personalistas y desenfrenados que vino a sustituir. Además, no debemos perder de vista que, en el mismo lapso de vigencia del “sistema mexicano”, el resto de Latinoamérica ha conocido un abanico de formas de gobierno mucho menos estimables todavía, tiranías tradicionales, aventuras absurdas como el “socialismo militar” peruano, la mucho más seria (y, por lo mismo, más inquietante) tecnocracia cívico-militar brasileña (la cual, significativamente, incorporó la alternabilidad de los dictadores, al estilo de México) y, además, verdaderas tragedias, como las sucedidas en Cuba, Chile, Uruguay, Argentina y Nicaragua.
Dentro de este panorama desolador, Venezuela ofrece la apariencia de una excepción y un modelo. Es cierto que nuestro país, tras sacudirse en 1958 de una dictadura militar más entre las muchas que ha sufrido en su historia, tuvo la fortuna excepcional de encontrar gobernantes capaces de fundar instituciones genuinamente democráticas y defenderlas contra el doble desafío de militares reaccionarios y de la extrema izquierda en armas, inspirada y ayudada activamente desde La Habana. Pero la democracia venezolana ha sido menos afortunada en su manera de enfrentar sus desafíos internos. Ya antes de 1973 era posible sostener que debía su existencia y su estabilidad a fuertes y crecientes ingresos petroleros. Luego el petróleo pasó a valer diez veces más, en saltos sucesivos y siempre oportunos, para rescatar a Venezuela de un crecimiento en el gasto público tan inverosímil como irrefrenable. Los venezolanos nos las hemos arreglado para gastar todo ese ingreso petrolero y para tomar además prestados, y gastar también, treinta mil millones de dólares adicionales, sin por ello resolver los problemas fundamentales del país. Los partidos políticos han puesto de lado la solidaridad de los años iniciales de la etapa democrática. Los gobiernos (ahora monopartidistas, y no coaliciones nacionales como en los años reconocidamente precarios) posponen decisiones impopulares y prefieren tirarles dinero a los problemas. Crece el fantasma de la uruguayización de la economía,2 la cual entraría en crisis si dejan de aumentar regularmente los precios del petróleo. Podría temerse que los países del Cono Sur, cuyas democracias aparecían en el primer tercio de este siglo tan sólidas o más que la de Venezuela hoy, hayan transitado anticipadamente un camino que ahora mismo podríamos estar recorriendo los venezolanos. Se trata de una reflexión pavorosa. Una nueva dictadura militar en Venezuela no encontraría ahora el pueblo dócil, diezmado por endemias y guerras civiles, pobre, ignorante, desorganizado y habituado a la tiranías, que existió hasta hace una generación. Una sociedad venezolana hoy razonablemente moderna, inmensamente más compleja, politizada y habituada a ser halagada por ofertas políticas populistas, realizadas a medias mediante la liquidación acelerada del petróleo, haría forzosa no una dictadura limitada, una dicta-blanda, como se suele decir, sino una tiranía brutalmente represiva y resuelta a gobernar indefinidamente, como han sido las del Cono Sur, justamente por la complejidad y el adelanto relativo de aquellas sociedades.
Debe señalarse en este punto que también el contexto internacional ha cambiado, y no precisamente para facilitar la existencia de la democracia en América Latina. Desde 1960 las fuerzas que entre nosotros comenzaron a materializarse en forma importante con el establecimiento en Cuba de un gobierno comunista, han hecho notables avances en el propósito de “tercermundizar” irrevocablemente a América Latina. Todos los partidos más o menos social-demócratas (sin excluir al PRI mexicano), de quienes hemos recibido los latinoamericanos lo esencial de la prédica y también de la conducción democrática que hemos tenido en la época contemporánea, cargan hoy con un complejo de culpa por juzgar en el fondo ellos mismos que Fidel Castro ha hecho la demostración de que se podía ir más lejos y más rápido en la vía del anti-imperialismo. En América Latina el anti-imperialismo tiene la constancia precisa de un enfrentamiento y una eventual ruptura, no con el mundo capitalista avanzado en general, sino especialmente con los EE.UU., país cuyo éxito y poder nos causan humillación y amargura, sobre todo en comparación con nuestro propio fracaso relativo en el mismo “Nuevo Mundo” y en el mismo tiempo histórico.
Con la aceptación, ahora generalizada, de las hipótesis que conforman la teoría según la cual ese éxito de los norteamericanos se explica esencialmente por el despojo que hemos sufrido y por el atraso social y político a los cuales nos han supuestamente coaccionado los EE. UU. mediante los mecanismos del imperialismo y la dependencia, América Latina ha metido el dedo en el engranaje del mito más peligroso y más enervante entre los tantos que nos han servido para excusar nuestros defectos. Es peculiarmente enervante ese mito porque, si todo cuanto anda mal en Latinoamérica se debe a un agente externo, nada que hagamos antes de exorcizar ese demonio (antes de “romper la dependencia”, como Cuba) servirá para mejorar la calidad de nuestras sociedades. Al contrario, los esfuerzos mejor intencionados y más heroicos por lograr progresos dentro de la democracia podrán ser descalificados (y lo han sido) como especialmente perversos, puesto que demoran el advenimiento de la única verdadera salvación, que supuestamente reside sólo en la mutación revolucionaria.
Un ejemplo de esta enajenación, singularmente irónico puesto que puso término a un experimento socialista, fue lo ocurrido en Chile entre 1970 y 1973. No hay duda de que el desquiciamiento emotivo e ideológico producido en Latinoamérica por la Revolución Cubana fue una de las causas fundamentales del fracaso y el desenlace violento del gobierno de Salvador Allende. Sin la necesidad de “estar a la altura” de Fidel y del Ché Guevara, sin la presión a su izquierda de fidelistas y guevaristas chilenos, sin la intervención de Cuba (cuya embajada en Santiago tenía para 1973 más personal que el Ministerio de Relaciones Exteriores chileno), y sin la modificación por todos esos factores del ánimo institucionalista de las Fuerzas Armadas chilenas, Salvador Allende hubiera terminado su mandato, y hubiera entregado la Presidencia a un sucesor electo democráticamente, estaría vivo y el mundo no hubiera jamás oído hablar del general Pinochet.
El ejemplo de la Revolución Cubana, y el esfuerzo intenso y voluntarista de Fidel Castro y el Ché Guevara por utilizar a Cuba como un foco de irradiación revolucionaria para toda América Latina, fue la causa directa del naufragio de otras democracias de viejo trayecto, ya muy debilitadas por el fraccionalismo, el populismo y la demagogia. El corolario fue el surgimiento de un nuevo autoritarismo de derecha, basado, como en el pasado, en el poder militar, pero mucho más implacable aún, por la existencia ahora de clases obreras y medias numerosas, frustradas en las expectativas irreales a que las habían conducido los demagogos; y también porque, por primera vez desde el establecimiento de ejércitos profesionales en América Latina, el “partido militar” se había planteado el problema de su supervivencia en un contexto hemisférico y mundial que en Cuba condujo a la disolución de esas fuerzas armadas profesionales y al fusilamiento, cárcel o exilio de todos los oficiales.
En ninguna parte ha sido esa situación más desalentadora que en Argentina, sin discusión el país más avanzado de América Latina y el que, por lo mismo, a través de las pesadillas que ha vivido, ha puesto de manifiesto crudamente la dificultad que tiene la cultura hispanoamericana para superar su subdesarrollo político.
Durante unos años (digamos entre 1965 y 1975) pudimos abrigar la ilusión de que se habían moderado las pulsiones irracionales de nuestra sociedad, las cuales encontraron tanta satisfacción en todo cuanto está implícito en la Revolución Cubana y en la dictadura caudillista de Fidel Castro. Pero los sucesos de Nicaragua tienden a demostrar lo contrario. No me atrevo por lo tanto a ser optimista en cuanto a las posibilidades que tiene nuestra América de alcanzar, en un futuro cercano, una evolución política que pueda liberarla de la crisis permanente y del vaivén entre regímenes democráticos populistas, económicamente incompetentes y de tendencia suicida, por una parte, y, por otra parte, regímenes autoritarios, igualmente o más ineptos para la gestión económica, por lo menos en algunos casos (como pudo verse en el Perú), y, además, redobladamente represivos por las razones ya apuntadas. El muy peculiar “sistema mexicano” no es imitable, y menos cuando los mexicanos mismos, que lo produjeron, dan muestras de estar hastiados con él. Y persiste, desafortunadamente, en Latinoamérica, una fascinación de muchos dirigentes por Fidel Castro, bastante comparable a la de los conejos con la serpiente.
Casi sin excepción, los mejor dotados y más cultivados entre los intelectuales latinoamericanos (desde 1960, casi todos “de izquierda” y admiradores casi femeninos del macho Fidel Castro) continúan esquivando cuidadosamente la reflexión crítica profunda sobre nuestra sociedad, y persisten en dedicarse apasionadamente a la empresa contraria: reforzar la idea fija y paralizante de que todos los problemas de América Latina se deben a agentes externos, y que la solución (o el desquite) la encontraremos en la revolución. Así, por ejemplo, los economistas latinoamericanos han hecho una contribución desmedida a la teoría de la dependencia como explicación suficiente del subdesarrollo, sin preocuparse en lo más mínimo por el hecho de que, en relación con el país capitalista original, Inglaterra, todos los demás protagonistas del sistema capitalista, liberal, democrático, han sido competidores rezagados, cada uno en su momento, por lo mismo, tan “dependiente” como quien más, y todavía, ahora mismo, naciones como el Canadá y Nueva Zelanda, a las cuales, no sin razón, Argentina se consideraba superior, en todo, hace unos años todavía.
No es, pues, sorprendente que Fidel Castro y su revolución continúen teniendo en América Latina un prestigio por otra parte difícilmente comprensible para un observador no latinoamericano, aun de izquierda. Para éste, Castro aparece ya desenmascarado como un tirano típicamente latinoamericano, un caudillo más; su revolución, como un fracaso espantosamente costoso para el pueblo cubano y hasta para toda América Latina; su mayor contribución a los asuntos de nuestra época, los servicios que presta a los soviéticos, a quienes ha entregado la juventud cubana para que hicieran de ella, primero, un ejército desmesurado y, luego, una fuerza expedicionaria. Esta empresa tiene que haber sido concebida y haberla comenzado a realizar la URSS desde hace bastante tiempo, al menos desde 1965, justamente cuando se hizo aparente el fracaso de las teorías foquistas del Ché Guevara recogidas por Régis Debray en el famoso librito Revolución en la revolución. A partir de entonces, los rusos asumieron directamente la administración del recurso Cuba, el adiestramiento militar de la juventud cubana y su envío a todos los lugares del mundo, por remotos que sean, donde los rusos mismos serían vistos con recelo. Pero lo que puede parecerle a un observador no latinoamericano como algo vergonzoso para la nación cubana, y como una sangrienta vejación para su juventud, obligada a representar el papel de “senegaleses” del imperio soviético,3 significa en América Latina un prestigio suplementario para Fidel. Los latinoamericanos prosoviéticos, o, más generalmente, “de izquierda”, no son los únicos que no le han hecho críticas a Fidel sobre este asunto. Casi sin diferencia, también los socialdemócratas, los liberales y hasta los conservadores latinoamericanos (y, desde luego, muchos militares) sienten un orgullo secreto de “descolonizados” porque soldados de aquí, por primera vez en la historia, han puesto pie en África, el Magreb, Yemen, Vietnam, Afganistán, Camboya.
Cuando Fidel fue recibido en visita oficial a México, en mayo de 1979, el presidente López Portillo lo saludó en el aeropuerto como “uno de los hombres del siglo”. Esta hipérbole de López Portillo, sincera o hipócrita, presumiblemente lo ayudó ante la opinión pública de su país, lo cual podría hacernos temer que tal vez estemos los latinoamericanos menos cerca hoy que ayer de una adhesión existencial al proyecto democrático inscrito formalmente en las Constituciones y los Códigos de nuestras repúblicas desde la Independencia.

La democracia en Latinoamérica

Carlos Rangel, en este ensayo escrito entre 1979 y 1984, explica que "Las diferentes repúblicas latinoamericanas no han logrado restablecer un equilibrio institucional legítimo y duradero, en reemplazo del que fue destruido, junto con el Imperio Español, entre 1810 y 1824".
Carlos Rangel (1929-1988) fue un destacado periodista e intelectual venezolano y autor de Del buen salvaje al buen revolucionario (1976) y El tercermundismo (1986).
Este ensayo fue publicado originalmente en las revistas Vuelta (México) y Dissent (EE.UU.) y reproducido en Marx y los socialismos reales y otros ensayos (Monte Avila, 1988). Aquí puede descargar este ensayo en formato PDF.

Las diferentes repúblicas latinoamericanas no han logrado restablecer un equilibrio institucional legítimo y duradero, en reemplazo del que fue destruido, junto con el Imperio Español, entre 1810 y 1824. Aquella legitimidad y aquel equilibrio fueron desmantelados en nombre de la libertad y para establecer la democracia, según el modelo que ofrecían, desde 1776, los Estados Unidos. A partir de entonces, una multitud de constituciones y otros documentos políticos han ratificado esa aspiración, sin que los hechos hayan venido jamás a satisfacerla en forma convincente o duradera. En los últimos cincuenta años, México ha sido el único país latinoamericano que no ha tenido cambios de gobierno violentos, distintos a los previstos en las leyes y causados por guerras civiles o por golpes de estado militares. Entre nosotros, la paz y la democracia han sido rarezas frágiles; la tiranía o la guerra civil, las normas.


Tuesday, July 12, 2016

¿Son los países nórdicos tan prósperos como se nos dice?


En cierto modo, los países nórdicos constituyen una cuadratura perfecta del círculo: Estados gigantescos con prosperidad económica y muy bajos niveles de desigualdad. El acabose del liberalismo: ¿cómo justificar la reducción del Estado y el eventual incremento de las desigualdades si ni siquiera redundan en un mayor crecimiento económico?
Como suele suceder, la realidad es bastante más poliédrica de lo que los ideologizados relatos ultrasimplificados pretenden transmitirnos a modo de consigna. Otras características de los países nórdicos que no suelen mencionarse son, por ejemplo, que su economía se halla muy liberalizada, incluido el mercado laboral; que están entre las sociedades con una mayor desigualdad de la riqueza de todo el mundo; que los impuestos se concentran en los trabajadores y los pensionistas, no en las empresas o los capitalistas; que el gasto social es bastante menor de lo que suele afirmarse; o que su Estado de Bienestar se racionaliza a través de numerosos copagos y de un régimen de contratación de los empleados públicos muy flexible. Pero el mito nórdico sobre el que me gustaría reflexionar hoy es más de fondo: ¿realmente son Suecia, Dinamarca o Finlandia tan prósperas como se nos dice?



Ciertamente, si uno acude a los datos de renta per cápita así lo parece: según la Penn World Table, la renta per cápita (con poder adquisitivo equivalente a 2005) de Finlandia en 2011 era de 32.700 dólares internacionales, la de Dinamarca de 33.000 y la de Suecia de 35.000 (los últimos datos comparables son los de 2011). Frente a ello, España poseía una renta per cápita de 25.700 dólares (alrededor de un 25% inferior) y EEUU una de 42.200 (entre un 20% y un 30% superior). Es verdad, pues, que el ciudadano medio de EEUU vive mejor que el ciudadano medio de los países nórdicos, pero dada la mayor desigualdad de la distribución de los ingresos en EEUU, las rentas bajas y medias-bajas en EEUU exhibirán una menor calidad de vida.
Todavía más relevante que lo anterior acaso sea que, en 1980, la renta per cápita de Finlandia equivalía al 72,5% de la de EEUU y la de Suecia, al 80%: en cambio, hoy equivalen al 78% y al 83%, esto es, pese al mayor peso de su sector público, Suecia y Finlandia han crecido relativamente más que EEUU (en Dinamarca no sucede lo mismo, pues su renta per cápita ha caído del 84% estadounidense al 78%). Algo similar acaece con España: ni Suecia ni Finlandia han crecido menos que nuestro país, a pesar del superior tamaño de su sector público. Por consiguiente, no parece que el superior peso de sus impuestos y gasto público haya supuesto una rémora en su prosperidad.
Sucede, sin embargo, que la renta per cápita es un indicador parcial de la prosperidad económica de los ciudadanos de un país: lo que indica es cuántos bienes y servicios finales ha producido, de media, cada una de las personas de esa sociedad a lo largo del año. Lo que no nos está indicando es cuántos bienes han sido consumidos por ellas. Imaginen una economía con una renta per cápita de 100.000 dólares pero donde la totalidad de esa producción fuera a parar a la reinversión empresarial: los ciudadanos de ese país vivirían en la más absoluta de las miserias, pues no estarían consumiendo ni alimentos, ni educación, ni sanidad, ni ocio, etc.
Por eso resulta mucho más pertinente estudiar la evolución del consumo per cápita: esto es, de cuántos bienes de consumo, como media, han disfrutado los habitantes de un país a lo largo del año. El consumo per cápita incluye no sólo los bienes de consumo privados, también el consumo público, a saber, servicios de educación, sanidad o dependencia provistos por el Estado. Nótese, además, que no estoy afirmando que el consumo sea la base de la prosperidad de una sociedad –yo mismo heinsistido en muchísimas ocasiones que el ahorro es la base del crecimiento económico–, sino que una sociedad es tanto más próspera cuantos más bienes de consumo termina produciendo para sus ciudadanos. Dicho de otro modo, si una economía consigue crecer anualmente un 5% ahorrando/invirtiendo el 10% de su PIB, mientras que otra economía consigue crecer anualmente un 5% ahorrando/invirtiendo el 40% de su PIB, es evidente que la primera economía es mucho más productiva que la segunda (la primera crece tanto como la segunda con cuatro veces menos inversión, esto es, dejando muchos más bienes de consumo a disposición de sus ciudadanos).
En este sentido, una circunstancia que no suele mencionarse es que los países nórdicos han exhibido históricamente tasas de ahorro nacional altísimas: por ejemplo, en 2015, Dinamarca ha ahorrado el 26,8% de su PIB y Suecia el 31,1%, mientras que España lo ha hecho en un 20,6% y EEUU en un 18,2% (la tasa de ahorro de Finlandia durante la crisis ha caído muy notablemente, pero antes de la crisis solía ubicarse entre el 25 y el 30%). Es decir, los países nórdicos necesitan ahorrar mucho para mantener sus tasas de crecimiento, lo cual deja a sus ciudadanos con un consumo per cápita relativamente menor que en EEUU o en España.
Por ello, más que fijarnos en la renta per cápita para enjuiciar la prosperidad de estos países, habrá que echar un vistazo al consumo per cápita: y, en este caso, los resultados son bastante menos generosos con los países nórdicos. El consumo per cápita en Dinamarca y Finlandia se ubica en torno a los 22.300 dólares, mientras que en Suecia asciende a los 24.200. España, por el contrario, alcanza un consumo per cápita de 20.300 dólares (es decir, nuestra diferencia con Dinamarca o Finlandia ni siquiera llega al 10%) y en EEUU hasta los 36.400 (más de un 50% superior). Más significativo todavía es que este consumo sí se ha reducido significativamente en Suecia y Dinamarca con respecto a EEUU: en 1980, el consumo per cápita de Dinamarca equivalía al 72% del estadounidense y el sueco al 79%, mientras que hoy suponen el 61,5% y el 66,5% (Finlandia se ha mantenido prácticamente estable en proporción). La erosión de su consumo es todavía más significativa en comparación con España: si en 1980 el consumo per cápita de un danés era un 138% superior al de un español y el de un sueco un 151%, hoy esos porcentajes se reducen a 110% y 119%, respectivamente.
Pero todavía podemos ir más allá, pues, como señalaba, el consumo per cápita incluye tanto el consumo determinado por cada individuo (consumo privado) como el consumo determinado por los políticos en el supuesto beneficio de cada individuo (consumo público). ¿Qué sucede si medimos el consumo privado per cápita (esto es, aquel que cae verdaderamente bajo el ámbito de elección de cada persona)? Pues que las diferencias todavía se vuelven todavía más significativas: el consumo privado per cápita en Dinamarca fue de 15.900 dólares, en Finlandia de 17.900 y en Suecia de 18.000; en cambio, en España representa 14.700 dólares (apenas un 7,5% de diferencia con respecto a Dinamarca) y en EEUU 31.700 (más de un 75% superior).
Tengamos presente, además, que la desigualdad en la distribución del consumo es muy inferior a la desigualdad en la distribución de la renta (en EEUU, el 20% de la población que más consume gasta 4,4 veces más que el 20% que menos consume; en Suecia y Dinamarca esa ratio es de 3,2 y en Finlandia de 4,2). En suma, el ciudadano medio de los países nórdicos es bastante menos próspero de lo que se nos suele relatar, sobre todo en comparación con EEUU. Ciertamente, la causa de esa menor bonanza económica no tiene por qué ser su sobredimesionado sector público (este argumento de causalidad requeriría otra demostración distinta a la mera correlación), pero lo que desde luego no podrá afirmarse es que no existen diferencias apreciables en cuanto a dinamismo entre los países nórdicos y muchas otras sociedades con Estados más diminutos.

¿Son los países nórdicos tan prósperos como se nos dice?


En cierto modo, los países nórdicos constituyen una cuadratura perfecta del círculo: Estados gigantescos con prosperidad económica y muy bajos niveles de desigualdad. El acabose del liberalismo: ¿cómo justificar la reducción del Estado y el eventual incremento de las desigualdades si ni siquiera redundan en un mayor crecimiento económico?
Como suele suceder, la realidad es bastante más poliédrica de lo que los ideologizados relatos ultrasimplificados pretenden transmitirnos a modo de consigna. Otras características de los países nórdicos que no suelen mencionarse son, por ejemplo, que su economía se halla muy liberalizada, incluido el mercado laboral; que están entre las sociedades con una mayor desigualdad de la riqueza de todo el mundo; que los impuestos se concentran en los trabajadores y los pensionistas, no en las empresas o los capitalistas; que el gasto social es bastante menor de lo que suele afirmarse; o que su Estado de Bienestar se racionaliza a través de numerosos copagos y de un régimen de contratación de los empleados públicos muy flexible. Pero el mito nórdico sobre el que me gustaría reflexionar hoy es más de fondo: ¿realmente son Suecia, Dinamarca o Finlandia tan prósperas como se nos dice?