Monday, October 10, 2016

La batalla entre Cosmopolitas vs. Nacionalistas

Mundo
“La división entre cosmopolitas y nacionalistas definirá el siglo XXI”. Lo decía Michael Ignatieff en una entrevista dos semanas después del voto a favor del Brexit, en la que trataba de dar las claves tanto de la decisión de los británicos como del auge de líderes y movimientos políticos que se nutren -a la vez que alimentan- un rechazo a los inmigrantes y se posicionan, de una u otra forma, contra diversos efectos de la globalización. Pero, ¿son el Brexit, el ascenso deDonald Trump o los avances de partidos populistas en Europa los síntomas de una “revuelta popular contra la globalización”, como escribía hace poco el economista Dani Rodrik? ¿Y es el nacionalismo, como sostiene Ignatieff, lo que está resurgiendo y nucleando a los perdedores de la globalización, a los que no son cosmopolitas?



Ignatieff ya apuntaba ese choque entre cosmopolitas y nacionalistas en un libro de los años 90 que recogía sus viajes por países donde las pasiones nacionalistas estaban en el origen de guerras (la antigua Yugoslavia), terrorismo (Irlanda del Norte) o conflictos como el de Quebec, entre otros. Sangre y pertenencia. Viajes al nuevo nacionalismo, se titulaba la obra. En su prólogo el autor confesaba que durante muchos años había pensado que la corriente favorecía a los cosmopolitas como él, pero que luego concluyó que “el globalismo […] sólo permite una conciencia posnacional a aquellos cosmopolitas que tienen la fortuna de vivir en el opulento Occidente.” Y añadía: “El cosmopolitismo es un privilegio de aquellos que pueden dar por garantizado un estado nación seguro. […] un espíritu cosmopolita y posnacional siempre va a depender en última instancia de la capacidad de los estados nación de proporcionar protección y orden a sus ciudadanos.”
El eco de aquella idea resuena en su opinión sobre el Brexit, cuando dice que la globalización y el mundo sin fronteras “han sido geniales para las personas educadas y los jóvenes que se mueven de un lugar a otro, hablan varios idiomas y son multiculturales”, pero muy difíciles para la gente “cuyos trabajos están atados a una comunidad, cuya movilidad se limita por su nivel de educación o también para aquellos que son leales y apegados a su comunidad, su localidad y su lugar de nacimiento.” Los cosmopolitas, continuaba, se sorprenden de que la mayoría no piense como ellos, y “es por eso que tampoco entienden por qué las personas que viven en el norte de Inglaterra, en ciudades como Sunderland y Wigan, dicen: ‘No quiero defender a Stuttgart o a Düsseldorf. Quiero defender a Wigan’.”
En Wigan, un 64 por ciento votó a favor del Brexit. Era una zona industrial, que decayó antes de que el Reino Unido entrara en la Comunidad Europea, y ahora es un área deprimida. No es nada raro, por tanto, que si alguien les dice, como en efecto ocurriódurante la campaña, que sus intereses son los mismos que los de los trabajadores de Stuttgart, repliquen que lo único que les interesa es Wigan. Pero, ¿son nacionalistas por ello? Y más allá de Wigan, el de El camino a Wigan Pier, de George Orwell, ¿son nacionalistas ingleses los que votaron a favor del Brexit?
No hay duda de que la campaña del Brexit pulsó los resortes del orgullo nacional. Pero, ¿hubiera tenido éxito sin el trasfondo de deterioro económico que sufren desde hace años ciertas zonas y la concurrencia de otros elementos, incluidos los errores de los partidarios de quedarse en la Unión? Lo que sí sabemos, lo sabemos bien en España, es que el nacionalismo, en épocas de crisis, puede congregar un voto de protesta más amplio que el de los nacionalistas strictu sensu. Igual sucede en otros lugares: los nacionalistas ponen el tren al que se suben muchos descontentos, aunque no compartan la ideología nacionalista, marcada por su ferocidad identitaria y su voluntad de exclusión del Otro.
A mí, al contrario que a los de Wigan, me interesa Stuttgart. Y hoy me interesa para exponer una paradoja que anida en la oposición cosmopolitismo-nacionalismo como forma de explicar los seísmos políticos que vive Europa desde la Gran Recesión. Porque los de Stuttgart, en realidad, se han defendido muy bien. Eso es parte del problema. La idea de que la Unión Europea, y Bruselas en concreto, son agentes de la globalización, dominados por unas elites cosmopolitas distantes e indiferentes a las antiguas lealtades nacionales, no se compadece con lo sucedido.
Los intereses nacionales han estado tan presentes como siempre, o más presentes que nunca, en la política europea para encarar la crisis. Alemania ha defendido los suyos y todos los demás han hecho lo mismo. Cierto que esa defensa del interés nacional no se ha llevado tan lejos como para provocar la implosión de la Eurozona y de la Unión, pero la historia de estos últimos años ha sido un constante y tenso tira y afloja entre ambas tendencias. Los denostados burócratas de Bruselas puede que compongan una élite cosmopolita y posnacional, pero los que toman las decisiones importantes no son ellos: son los gobiernos de los Estados miembros.
Ni las élites europeas son todas cosmopolitas ni los contrarios a la UE son todos nacionalistas. Querer un Estado más protector no es sinónimo de nacionalismo, como tampoco lo es, necesariamente, la demanda de mayor control de las fronteras. Es tentador y sugerente sintetizar los conflictos actuales, en Europa o en EEUU, como un choque entre cosmopolitas y nacionalistas, pero visto más de cerca ese enfrentamiento tiende a difuminarse como un espejismo. Habrá que seguir explorando, admitir que aún no sabemos qué pasa. No sabemos siquiera si estamos ante un fenómeno global provocado por las mismas causas o si las élites intelectuales, esas sí muy cosmopolitas, están globalizando fenómenos que tienen motores distintos.

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