Monday, October 3, 2016

El posparto del debate

Por Álvaro Vargas Llosa

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Ganó Hillary Clinton. ¿Por qué? Porque no tosió, no se desmayó y logró que la discusión se centrara en su contrincante antes que en los asuntos medulares o en ella misma. Perdió Donald Trump. ¿Por qué? Porque dedicó su tiempo a defender su pasado antes que centrarse en su propuesta populista/nacionalista, su mejor carta en estos tiempos populistas/nacionalistas, porque pareció un improvisado ante una rival más preparada y porque no dio rienda suelta a toda la vileza de que es capaz para mellar a la ex senadora.

 
Los primeros 15 minutos fueron de Trump. En ellos, expuso su visión proteccionista y antiliberal, que supera, así de extraña es esta campaña, a la de Hillary Clinton y roza la de Bernie Sanders, el socialista que le planteó una dura resistencia a la ex secretaria de Estado en las primarias demócratas. En ese campo, el del populismo nacionalista, Clinton, que también tiene mucho de ello, lleva las de perder, porque es más moderada que Trump y porque su pasado la expone como una candidata que hace concesiones temporales, pero sin una convicción determinante, a políticas que Sanders y Trump han puesto de moda.
Sin embargo, Clinton entendió bien que pisar ese terreno no convenía en el debate. Se puede ser más papista que el Papa, pero no cuando se tiene al Papa enfrente. Por tanto, pronto Clinton transitó del golpe-a-golpe programático hacia el terreno que más le convenía: la biografía y los negocios de Trump: sus juicios, sus bancarrotas, sus impuestos, sus discriminaciones, sus comentarios misóginos, temas que, según el electorado de las encuestas, importan menos que en otras campañas, pero que al electorado de un debate sí lo impresionan mucho.
Trump, como el chiquillo que se pica en el colegio cuando sus compañeros lo provocan, se puso a la defensiva y entró en detalles y explicaciones, a ceño fruncido y dedo apodíctico batiente, ante una Clinton que, experimentada como es, gozaba de su triunfo visiblemente.
Cuando volvieron a los asuntos programáticos, breve, intermitentemente, Trump mostró otra vez su faceta más robusta, por ejemplo cuando defendió la aplicación de la ley, es decir, el mantenimiento del orden público, como respuesta a los desmanes ocurridos en tantas ciudades por razones raciales (provocadas por la muerte de muchachos de raza negra a manos de policías que hicieron un uso desproporcionado y abusivo de su poder ante personas que aparentemente no suponían un peligro inminente).
Pero, claro, que Trump apareciera como un sheriff valiente ante una Hillary que hacía malabares para estar bien, a la vez, con los blancos asustados por las reacciones violentas de ciertos sectores afroamericanos y con las comunidades negras víctimas de lo que consideran una violencia discriminatoria con ellas sólo sirvió para que el republicano reforzara a una base que ya tiene. Y en cambio, la ambigüedad, o sofisticación, de las posturas de Clinton puede haberle servido a ella para algo que necesita con desesperación: acercarse, en términos porcentuales, al voto negro que obtuvo Obama.
Pasa igual con el otro gran asunto doméstico que por momentos, entre puyas personales y la larga discusión sobre la vida y milagros de Trump, asomó la cabeza: la inmigración. Con su postura -que fue menos implacable, dicho sea de paso, que de costumbre- sobre la inmigración, Trump sólo apeló a sus votantes seguros. En cambio, Hillary, al igual que con el voto negro, trató de ampliar su atractivo entre los votantes hispanos, y en parte asiáticos, que en las encuestas no llegan todavía, a pesar de que una mayoría la respalda, a acompañarla en los mismos porcentajes en que acompañaron en su día a Obama.
¿Por qué es esto importante? Porque la campaña está demasiado ajustada todavía -la diferencia a favor de Clinton es en promedio de dos o tres puntos porcentuales- como para que la demócrata pueda cantar victoria. La razón de ello es que no está logrando reproducir la famosa “coalición social” que llevó a Obama a la victoria en 2008 (y que, aunque en ligero menor grado, lo ratificó cuatro años después). Una mayoría de negros, hispanos y jóvenes -los tres bolsones de votantes clave de Obama, además de las mujeres liberales en el sentido estadounidense de la palabra- respaldan a la ex primera dama, pero no con el fervor que inspiraba Obama. Eso entraña el riesgo de que no salgan a votar el 8 de noviembre tan masivamente como lo hicieron en su momento. El “turnout”, ya se sabe, es el que decide las elecciones en Estados Unidos, donde votar no es obligatorio.
Tres quintas partes de los jóvenes, por ejemplo, votaron por Obama, mientras que no más de la mitad se inclinan por Clinton, a quien no le ven la dimensión novedosa, regeneradora, reformista, que le veían a Bernie Sanders en las primarias recientes, por ejemplo (de allí que Clinton haya programado apariciones con Sanders en estados como New Hampshire, donde el socialista es tan popular entre los menores de 30 años). El voto negro de Obama superó el 93% la primera vez, mientras que Clinton no logra pasar del 80 y pico por ciento. Y así sucesivamente.
Esto explica que, en el debate, el hecho de que cada candidato le hablara a su base en ciertos aspectos tuviera para Clinton más ventajas que para Trump. Ella necesita asumentar ligera pero decisivamente el entusiasmo de la “coalición social” de Obama para que salga a votar. Trump es consciente de ello, de allí que tratara en dos o tres oportunidades durante el debate de hablarles a esas comunidades, no con el propósito de ganárselas, un imposible, sino de impedir que su rival saque del estado de escepticismo y apatía electoral a quienes preferían a Sanders como candidato demócrata.
En esta estrategia de Trump, el debate reflejó el papel del nuevo grupo de asesores de su campaña, que reemplazaron hace poco al anterior jefe, Paul Manafort (éste, a su vez, había sucedido a otro anterior). Kellyanne Conmway y Stephen Bannon creen que la victoria es sólo posible si Clinton no logra igualar los porcentajes de voto negro, hispano y joven del actual presidente.
En los temas económicos relacionados con los impuestos y la capacidad de generar puestos de trabajo, Trump lidera a Clinton en los sondeos consistentemente, de allí que Clinton evitara un exceso de confrontación a ese respecto. Aunque, como hace todo demócrata, ofreció gastar en cosas como infraestructura, educación superior sin deuda a los jóvenes estudiantes y normas a favor de la igualdad de la mujer (muchas de las cuales ya existen aunque la realidad social no las remede), ella evitó centrarse demasiado en el costo de esta factura, que es el aumento de impuestos. Dice -y dijo- que se los aumentará a los ricos, pero es obvio que ese nivel de gasto en un país que arrastra una deuda de 20 billones (trillones en inglés) de dólares es imposible sin afectar también con impuestos a la clase media. Trump, que propone bajar impuestos, tiene allí una ventaja, pero menor de la que podría tener, pues también propugna un altísimo nivel de gasto en el contexto de un déficit fiscal amplio y la deuda de marras.
Por tanto, mientras que a Clinton se le reprocha disuadir la inversión con altos impuestos, a Trump se le reprocha el riesgo de una debacle financiera del Estado.
Sin embargo, Clinton evitó que esta discusión se prolongara, prefiriendo que fueran las finanzas de Trump antes que las del Estado las que se sometieran a debate. Trump mordió el anzuelo y sus respuestas, en tono antipático, cayeron mal. Cayeron mal y… fueron poco convincentes. Clinton, sabiéndolo arrinconado, lo apretó sin piedad, pero con una amplia sonrisa. Se le llegó a pasar al mano, por ejemplo cuando enumeró la letanía de insultos contra las mujeres en la larga historia de incontinencia verbal y digital de Trump. No porque Trump no haya dicho lo que ha dicho, sino porque fueron instantes en que la ex secretaria de Estado bajó del nivel que había mantenido con buena fortuna en el debate; durante ellos, pareció volverse una réplica del Trump inelegante que conocemos. Quizá eso delata que ella venía preparada para enfrentar a un Trump matonesco y maleducado, y se encontró a un Trump improvisado y errático pero no tan matonesco ni tan maleducado como de costumbre (la mano de sus asesores y de Ivanka, su inteligente hija, tuvo que ver en ello).
Los próximos debates -en octubre- probablemente mostrarán a un Trump más ofensivo que defensivo, dado el resultado del primer enfrentamiento. Uno de ellos, en particular, con formato de asamblea o “town hall”, podría traer sorpresas y adaptarse bien al estilo informal e improvisado de Trump. Pero no está claro que los debates vayan a modificar un panorama que ya tiene muchas cosas definidas: el voto masculino es de Trump, el femenino es de Clinton; el de los blancos de menores ingresos es de Trump, el de los hispanos y negros es de Clinton; el de los mayores de 50 años es de Trump y el de los jóvenes es de Clinton.
La cuestión se centra ahora en los pocos estados clave que deciden toda elección y allí la ventaja de Clinton sigue siendo demasiado tenue como para que nada esté dicho del todo.
Para ganar, hay que llegar a 270 votos en el colegio electoral y ese cuerpo colegiado se elige en función del resultado en cada estado. La mayoría de los estados votan al candidato o candidata del partido dominante allí, de modo que la verdadera campaña se juega sólo en unos cuantos lugares. Por el momento, Trump vence por un pelo en tres estados clave: Iowa, Carolina del Norte y Ohio, siendo Ohio un gran estado “predictor” en comicios pasados; Clinton vence en Wisconsin, Pensilvania, Michigan, Florida, Virginia y New Hampshire. Mas la ventaja de Clinton en Pensilvania y Florida es muy estrecha y en ciertos momentos Trump ha estado por delante.
También sucede que estados que en teoría deberían aupar una candidatura están inclinándose por la otra, tal es la cualidad inasible y sorprendente de esta campaña. Por ejemplo, Trump está adelante en Nevada y Colorado, donde hay muchos hispanos.
A estas alturas, Trump no necesita ni puede aumentar su voto significativamente, pues ya ha exprimido todo el voto duro de que es capaz. Lo que requiere es que un porcentaje de votantes potenciales de Clinton se quede en casa el 8 de noviembre y para eso tiene que hacer dos cosas difícilmente compatibles: evitar galvanizarlos con sus ataques a Clinton y al mismo tiempo mellar a su contrincante con una campaña negativa eficaz.
Lo que requiere Clinton, por su parte, no es arrebatarle votos a Trump, algo que no va a ocurrir ni de milagro. Sólo necesita que ese tercio del electorado que se compone de minorías (muy pronto ya no podrán ser llamadas “minorías”) sienta que el peligro de
Trump justifica votar por ella a pesar del poco entusiasmo a que a muchos despierta una mujer que, con tantas décadas de recorrido, no es, precisamente, la imagen del cambio, y menos en estos tiempos de la “antipolítica”.
Que el excéntrico magnate inmobiliario esté dándole a Clinton la pelea, dice mucho sobre los tiempos excéntricos que vivimos

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