Monday, September 26, 2016

Las raíces del liberalismo

por David Boaz

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David Boaz es Vicepresidente ejecutivo del Cato Institute. ElCato.org y Editorial Gota a Gota se complacen en presentar el Capítulo
David Boaz es Vicepresidente Ejecutivo del Cato Institute.
ElCato.org y Editorial Gota a Gota se complacen en presentar el Capítulo 2 del libro Liberalismo, una aproximación de David Boaz. En este capítulo Boaz presenta un resumen de las raíces del liberalismo. Comienza explicando que "En cierto sentido, a lo largo de la historia, no han existido más que dos filosofías políticas: libertad y poder". Luego procede a explicar los orígenes de la filosofía de la libertad. También puede accesar este ensayo en formato PDF aquí.
En cierto sentido, a lo largo de la historia no han existido más que dos filosofías políticas: libertad y poder. O bien se debería disponer de libertad para vivir la vida como se desee, siempre y cuando se respeten los derechos iguales de los otros, o bien se debería otorgar a algunos la facultad de utilizar la fuerza y obligar a otros a actuar de una forma distinta a la que elegirían por voluntad propia.
No es de extrañar que la filosofía del poder haya seducido siempre más a los que lo ejercen. Esta filosofía ha sido denominada de muchas maneras: cesarismo, despotismo oriental, teocracia, socialismo, fascismo, comunismo, monarquismo, estatismo de bienestar, etc., y las diferencias existentes entre las bases fundamentales de cada uno de estos sistemas no han hecho sino sepultar sus principales similitudes.



La filosofía de la libertad también ha sido denominada de varias maneras, pero sus defensores siempre han coincidido en el respeto por el individuo, la confianza en la capacidad del hombre común para tomar decisiones acertadas sobre su propia vida y la hostilidad hacia los que están dispuestos a recurrir a la violencia para lograr sus objetivos.
Es probable que el primer liberal conocido haya sido el filósofo chino Lao-Tse, famoso sobre todo por escribir el Tao Te Ching en el siglo VI antes de Cristo. Como él mismo afirmaba, «sin ley ni compulsión, los hombres vivirían en armonía». El taoísmo es una afirmación clásica de la serenidad espiritual que asociamos con la filosofía oriental. Se basa en «el yin y el yang», es decir en la unidad de los opuestos, y anticipa la teoría del orden espontáneo mediante su enseñanza de que la competencia puede ser un medio para alcanzar la armonía. El taoísmo recomienda, además, la no intervención de los gobernantes en las vidas de los pueblos.
Al margen del ejemplo de Lao-Tse, las auténticas raíces del liberalismo se encuentran en Occidente. ¿Se convierte por ello acaso el liberalismo en una cerrada idea occidental? No lo creo. Los fundamentos de la libertad y de los derechos individuales son universales, al igual que lo son los principios de la ciencia, a pesar de que el descubrimiento de una buena parte de ellos tuviera lugar en Occidente.

La prehistoria del liberalismo

Las dos vertientes principales del pensamiento occidental (griega y judeocristiana) contribuyeron a desarrollar el concepto de libertad. Según el Antiguo Testamento, el pueblo de Israel vivía sin rey ni autoridad coercitiva alguna, y se gobernaba en virtud de su acuerdo mutuo con Dios, sin recurrir a ningún tipo de fuerza. De con el libro primero de Samuel, los judíos fueron a ver a Samuel y le dijeron: «Danos un rey que nos juzgue como hacen las demás naciones». Pero cuando Samuel transmitió a Dios la petición del pueblo judío, Dios respondió:
Así será el rey que reinará sobre vosotros. Se llevará a vuestros hijos a sus ejércitos. Se llevará a vuestras hijas a su cocina. Se llevará vuestros campos y vuestras plantaciones de olivos y los entregará a sus sirvientes. Y se llevará también el diezmo de vuestra semilla, vuestros viñedos y vuestras ovejas. Y vosotros seréis sus sirvientes. Y ese día os lamentaréis de vuestro rey que vosotros mismos habréis escogido, y el Señor no escuchará vuestros lamentos ese día.
A pesar de que el pueblo de Israel ignoró esta horrible advertencia e instauró la monarquía, el pasaje citado nos recuerda constantemente que los orígenes del Estado no se encuentran, bajo ningún concepto, en la inspiración divina. El impacto de la advertencia de Dios no sólo resonó en el antiguo Israel, sino que también ha llegado hasta los tiempos modernos. Thomas Paine lo menciona en su ensayo Sentido común, para recordar a los americanos que, en los 3.000 años transcurridos desde los tiempos de Samuel, «los pocos reyes buenos» que se sucedieron «no pudieron borrar el pecado original» de la monarquía. El gran historiador de la libertad, lord Acton, tras haber supuesto que todos los lectores británicos del siglo XIX estarían familiarizados con esta cita bíblica, se refirió por casualidad a la «trascendental protesta» de Samuel.
Si bien los judíos instauraron la monarquía, es probable que fueran los primeros en desarrollar la idea del sometimiento del rey a una ley superior. En otras civilizaciones, el rey era la ley, en muchos casos porque era considerado un ser divino. Por el contrario, los judíos declararon ante el faraón de Egipto y ante sus propios reyes que un rey sigue siendo un hombre, y que todos los hombres deben someterse a la ley de Dios.
La ley natural
También los griegos desarrollaron el concepto de ley superior. En el siglo V antes de Cristo, el dramaturgo Sófocles relató la historia de Antígona, cuyo hermano había atacado la ciudad de Tebas y había muerto en el combate. Por este motivo, el tirano Creonte ordenó arrojar su cadáver fuera de los muros de la ciudad, sin ritos fúnebres ni sepultura. Antígona desafió a Creonte y enterró a su hermano. Cuando fue llevada ante el tirano, declaró que una ley dictada por un simple mortal, aunque fuera rey, no podía abrogar «las leyes infalibles y no escritas de los dioses» que existían desde tiempos inmemoriales.
La noción de una ley superior a la que incluso los gobernantes debían someterse se asentó y creció a lo largo de la civilización europea. Fue desarrollada en el mundo romano por los filósofos estoicos, quienes aun aceptando la soberanía del pueblo, afirmaban que éste sólo podría actuar de acuerdo con lo que la ley natural determina que es justo. El duradero impacto de esta idea concebida por los estoicos en el mundo occidental se debe en parte a un afortunado accidente: el jurista estoico Cicerón fue considerado por las generaciones que le sucedieron como el mayor exponente de la prosa latina, y durante muchos siglos sus ensayos fueron leídos por los intelectuales europeos.
En un famoso episodio ocurrido poco después de la época de Cicerón, a Jesús se le preguntó si sus seguidores debían pagar tributos. «Dad a Dios lo que es de Dios y al César lo que es del César», respondió Jesús. Con esta respuesta, Jesús dividió el mundo en dos reinos, y dejó bien claro que el Estado no debía controlar todos los aspectos de la vida del hombre. Esta noción radical se afianzó en el cristianismo occidental, aunque no en la Iglesia oriental, que quedó completamente sometida al control del Estado, sin dejar espacio en la sociedad para que otras fuentes de poder pudieran desarrollarse.
El pluralismo
La independencia de la Iglesia de Occidente, conocida como la Iglesia católica romana, fue la causa en Europa de la rivalidad por el poder entre dos poderosas instituciones. Ni a la Iglesia ni al Estado les agradaba esta situación, pero su poder dividido abrió una puerta a la evolución de los individuos y a la sociedad civil. Con frecuencia, papas y emperadores denunciaban las actuaciones del otro, lo que contribuía a desacreditar la legitimidad de ambos. De nuevo, este conflicto entre Iglesia y Estado no se podía comparar a ningún otro en el mundo, lo que demuestra que los principios de la libertad se desarrollaron primero en Occidente.
En el siglo IV el emperador Teodosio ordenó a san Ambrosio, obispo de Milán, que entregara su catedral al imperio. Ambrosio respondió:
No es legal que nosotros entreguemos la catedral, ni tampoco lo es que Vuestra Majestad la reciba. Ninguna ley os faculta para expropiar la casa de un hombre. ¿Creéis acaso que puede ser incautada la casa de Dios? Se afirma que todas las cosas son legales para el emperador y que todas las cosas le pertenecen. Pero no agobiéis vuestra conciencia con el pensamiento de que como emperador poseéis cualquier derecho sobre lo sagrado. No exaltéis vuestra vanidad. Que vuestro reinado sea largo y se someta a Dios. Está escrito, a Dios lo de Dios y a César lo de César.
El emperador se vio obligado a visitar la catedral de san Ambrosio e imploró el perdón por su pecado.
Algunos siglos más tarde, un conflicto similar se produjo en Inglaterra. El arzobispo de Canterbury, Thomas Becket, defendía los derechos de la Iglesia contra la usurpación de Enrique II. Éste manifestó que deseaba librarse de ese «sacerdote entrometido», y cuatro caballeros cabalgaron a Canterbury para asesinar a Becket. Cuatro años más tarde Becket había sido proclamado santo, y Enrique II fue obligado a caminar descalzo en la nieve hasta la iglesia de Becket, en penitencia por su crimen y en arrepentimiento de sus exigencias sobre la Iglesia.
Debido a que la lucha entre Iglesia y Estado impidió la consolidación del poder absoluto, quedaba todavía espacio para el desarrollo de instituciones autónomas y, al no ejercer la Iglesia el absolutismo, ciertas visiones religiosas disidentes pudieron florecer. Mercados y asociaciones, compromisos vinculantes, gremios y universidades contribuyeron al desarrollo del pluralismo y de la sociedad civil.
La tolerancia religiosa
Con frecuencia, el liberalismo se suele considerar una filosofía de libertad económica, pero sus auténticas raíces históricas se aproximan más a la lucha por la tolerancia religiosa. Los primeros cristianos desarrollaron teorías de tolerancia para combatir la persecución del Estado romano. Uno de los primeros fue Tertuliano, cartaginense conocido como el «padre de la teología latina», quien en los albores del año 200 de nuestra era escribía:
Es un derecho fundamental del hombre, un privilegio otorgado por la naturaleza, que el ser humano pueda practicar su fe según sus propias convicciones. La práctica religiosa de un hombre no daña ni ayuda a otro. Es cierto que imponer una religión no forma parte de ningún acto de fe, al que sólo debemos llegar a través de nuestra libre voluntad y nunca mediante la fuerza.
La defensa de la libertad se basa en este caso en derechos fundamentales o naturales.
La expansión del comercio, las variadas interpretaciones religiosas y el desarrollo de la sociedad civil multiplicaron las fuentes de influencia en cada comunidad. El pluralismo reinante permitió exigir limitaciones formales al poder del gobierno. En una década memorable se produjeron tres avances significativos hacia la limitación del gobierno en tres zonas muy distantes de Europa. El más destacado, al menos en los Estados Unidos, tuvo lugar en Inglaterra en 1215, cuando los barones se enfrentaron al rey Juan en Runnymede y le obligaron a suscribir la Carta Magna, que defendía la justicia para todos y garantizaba protección a todo hombre libre contra las interferencias ilegales en su persona y sus bienes. Se limitó la capacidad del rey para recaudar tributos, se garantizó a la Iglesia un cierto grado de libertad y se consagraron las libertades de los burgos.
Mientras tanto, en los alrededores de 1220, la ciudad alemana de Magdeburgo promulgó un conjunto de leyes que destacaban la libertad y el autogobierno. Fue tan profundo el respeto que se profesó a estas leyes, que acabaron siendo adoptadas por centenares de ciudades recién fundadas de toda Europa central. Algunas de las ciudades de la parte oriental y central de Europa acudían a los jueces de Magdeburgo para dar solución a ciertos procesos jurídicos. En 1222, los caballeros de la baja nobleza de Hungría, que por aquel entonces formaba parte de la corriente política dominante en Europa, obligaron al rey Andrés II a firmar la Bula Dorada, que exoneraba de impuestos a los caballeros y al clero, les otorgaba libertad para disponer de sus dominios como desearan, les protegía contra la detención y la confiscación arbitrarias, les garantizaba una asamblea anual para presentar reclamaciones y les reconocía el derecho a enfrentarse al rey (Ius Resistendi) si éste violaba los derechos y privilegios consagrados en la Bula Dorada.
Los principios contenidos en estos documentos se encuentran aún muy lejos del liberalismo desarrollado de nuestros días. Muchos grupos sociales quedaban fuera de las garantías de libertad reconocidas en ambos escritos, y tanto la Carta Magna como la Bula Dorada expresaban una clara discriminación hacia los judíos. Aun así, estos documentos representan auténticos hitos en el continuo avance del hombre hacia la libertad, el gobierno limitado y la extensión del concepto de persona a todos los individuos. Estos principios demuestran que los pueblos de toda Europa reflexionaban sobre los conceptos de libertad, y fueron los que posibilitaron el surgimiento de diversos grupos dispuestos a defender sus libertades.
En el siglo XIII, santo Tomás de Aquino (quizás el más importante de los teólogos cristianos) desarrolló, en colaboración con otros filósofos, la justificación teológica para limitar el poder del rey. Santo Tomás escribió:
Un rey que no es fiel a su deber pierde su derecho a exigir obediencia. Derrocarlo no constituye rebelión, pues él mismo es un rebelde a quien la nación tiene derecho a destituir. Si bien es preferible limitar su poder, e impedir así que pueda abusar de él.
De esta forma la autoridad teológica manifestaba su apoyo a la idea de que los tiranos podían ser destituidos. Juan de Salisbury, obispo inglés que presenció el asesinato de Becket en el siglo XII, y Roger Bacon, letrado del siglo XIII, a quienes lord Acton identificaba como los dos escritores ingleses más notables de sus respectivas épocas, defendieron el derecho de matar a los tiranos, una postura entonces inimaginable en cualquier otra parte del mundo.
Los pensadores escolásticos españoles del siglo XVI, conocidos también como la Escuela de Salamanca, continuaron la labor exploratoria de los caminos de la teología, la ley natural y la economía iniciada por santo Tomás. Se adelantaron a muchos temas que más tarde aparecerían en las obras de Adam Smith (finales del siglo XVIII) y de la Escuela Austriaca (finales del siglo XIX y siglo XX). Desde su puesto en la universidad de Salamanca, Francisco de Vitoria condenaba la esclavitud de los indios en el Nuevo Mundo, y aludía al individualismo y a los derechos naturales:
Cada indio es un ser humano y por tanto es capaz de conseguir la salvación o la condena […] Es una persona, y como tal goza de libre albedrío y es la dueña de sus acciones […] Cada hombre es el propietario de su propia vida y tiene derecho a la integridad física y mental.
Vitoria y sus condiscípulos también desarrollaron la doctrina de la ley natural en campos como la propiedad privada, los beneficios, los intereses y los impuestos. Sus obras influyeron en Hugo Grocio, Samuel Pufendorf y, por medio de éstos, en el pensamiento de Adam Smith y sus discípulos escoceses.
La prehistoria del liberalismo termina con la llegada del Renacimiento y la Reforma protestante. En líneas generales, se considera que el mundo moderno comienza al finalizar la Edad Media, con las corrientes humanistas y el redescubrimiento de la sabiduría clásica que marcaron el Renacimiento. Con pasión novelesca, Ayn Rand sintetiza un aspecto del Renacimiento que alude al liberalismo racional, individualista y secular:
La Edad Media fue una era de misticismo, regida por una fe ciega y una obediencia ciega al dogma que supeditaba la razón a la fe. Con el Renacimiento llegó la resurrección de la razón, la liberación de la mente del hombre, el triunfo de la racionalidad sobre el misticismo. Fue un triunfo parcial, incompleto pero apasionado, que condujo al nacimiento de la ciencia, el indivi-dualismo y la libertad.
El historiador Ralph Raico sostiene, sin embargo, que se ha sobrestimado la función del Renacimiento como padre del liberalismo. Las cartas de derechos y las cortes independientes de la Edad Media proporcionaron una vía más segura hacia la libertad que la que ofrecía el individualismo del Renacimiento.
La Reforma contribuyó significativamente a desarrollar el pensamiento liberal. Reformadores protestantes como Lutero y Calvino no eran liberales en modo alguno. Al romperse, no obstante, el monopolio de la Iglesia católica, permitieron sin quererlo que proliferaran las sectas protestantes, algunas de las cuales, como es el caso de los cuáqueros y los baptistas, alimentaron el pensamiento liberal. A raíz de las guerras de religión se empezó a cuestionar la idea de que a cada comunidad le debía corresponder una sola religión. La creencia de la época dictaba que sin una única autoridad religiosa y moral las comunidades serían testigo de la proliferación interminable de códigos morales que destruirían la fibra social. Esta regla, profundamente conservadora, esconde una larga historia. Se remonta al menos a la insistencia platónica de regular todos los aspectos de una sociedad ideal, incluso su propia música. El concepto ha sido enunciado en nuestra época por el escritor socialista Robert Heilbroner, quien afirma que el socialismo necesita de «un objetivo moral, colectivo y deliberadamente aceptado,» para el que «cualquier voz disidente representa una amenaza». Este concepto ha encontrado eco también en los temores de los habitantes de la comunidad rural de Catlett (Virginia) que declararon al Washington Post su preocupación por la construcción de un templo budista en su pequeña ciudad, y precisaron: «Creemos en un solo Dios verdadero, y tememos que la convivencia con una religión falsa pueda perjudicar a nuestros niños». Tras la Reforma, la mayoría de los hombres constataron que afortunadamente la proliferación de religiones y códigos morales, lejos de resquebrajar la sociedad, la hizo más fuerte, por haber ac modado en su seno la diversidad y la competencia.
La respuesta al absolutismo
A finales del siglo XVI, la Iglesia, debilitada por su propia corrupción interna y por la Reforma, necesitaba del apoyo estatal más de lo que el Estado podía necesitar el respaldo de la Iglesia. La debilidad de la Iglesia plantó la semilla que daría lugar al nacimiento del absolutismo, que alcanzó su máxima expresión en los reinados de Luis XIV en Francia y de la dinastía Estuardo en Inglaterra. Los monarcas instauraron sus propias burocracias, impusieron nuevos tributos, crearon ejércitos permanentes y concedieron cada vez más privilegios al poder que ostentaban. El trabajo de Copérnico, quien demostró que los planetas giran alrededor del Sol, sirvió a Luis XIV para autodenominarse «Rey Sol», porque toda la vida de Francia giraba a su alrededor. Así, el mismo decía: L’état, c’est moi («Yo soy el Estado»). Además, erradicó la religión protestante con el fin de proclamarse jefe de la Iglesia católica de Francia. Su reinado duró casi setenta años, y ni una sola vez llegó a convocar una reunión de la asamblea representativa. Su ministro de finanzas puso en marcha un sistema mercantilista que hacía responsable al Estado de la supervisión, orientación, planificación y vigilancia de la economía mediante subsidios, prohibiciones, concesiones monopolistas, nacionalizaciones, controles de precios, controles de salarios y garantías de calidad.
En Inglaterra, la dinastía Estuardo también trató de instaurar el absolutismo. Su objetivo era ignorar el derecho consuetudinario y decretar nuevos tributos sin tener que contar con la aprobación de la asamblea representativa de Inglaterra. Pero la sociedad civil y la autoridad del Parlamento demostraron mayor resistencia en Inglaterra que en el resto del Continente, y las pretensiones absolutistas de los Estuardo fueron abortadas antes de cumplirse los cuarenta años de la coronación de Jacobo I. La experiencia del absolutismo culminó en 1649, con la decapitación de Carlos I, hijo de Jacobo I.
Mientras el absolutismo se asentaba en Francia y en España, los Países Bajos se convertían en la pioneros de la tolerancia religiosa, la libertad de comercio y el gobierno limitado. Los holandeses se independizaron de España a principios del siglo XVII y formaron una confederación de ciudades y provincias que pronto se convertiría en la principal potencia comercial del siglo y en un paraíso para muchos refugiados que huían de la opresión. Fueron numerosos los libros y folletos escritos por disidentes ingleses y franceses que se publicaron en las ciudades holandesas. Uno de los refugiados, el filósofo Baruch Spinoza, hijo de judíos que habían huido de la persecución católica en Portugal, describe en su Tratado teológico-político la feliz dinámica holandesa de tolerancia religiosa y prosperidad que reinaba en el Ámsterdam del siglo XVII:
La ciudad de Ámsterdam cosecha los frutos de la libertad en forma de enorme prosperidad y de la admiración que causa entre los demás pueblos. En este floreciente Estado, en esta espléndida ciudad, hombres de todas las naciones y religiones viven juntos en la más absoluta armonía, sin preguntar a sus conciudadanos antes de confiarles sus bienes. No se consi-dera importante la religión o la secta de los ciudadanos, porque éstas no son determinantes para un juez a la hora de ganar o perder un caso, y no existe ninguna secta tan despreciable para provocar que sus adeptos, siempre que no causen daño a los demás, paguen sus deudas y lleven una vida correcta, sean privados de la protección de la autoridad de los magistrados.
El ejemplo holandés de armonía social y progreso económico inspiró a los primeros liberales de Inglaterra y de otras naciones.

La Revolución inglesa

La oposición de los ingleses al absolutismo del monarca estimuló enormemente el desarrollo intelectual, y las primeras manifestaciones de ideas claramente a favor del liberalismo se pueden observar en la Inglaterra del siglo XVII. Comprobamos, una vez más, que las primeras ideas liberales se desarrollaron a raíz de la defensa de la tolerancia religiosa. En 1644 John Milton publicó Areopagítica, una poderosa argumentación a favor de la libertad religiosa y en contra del sistema de autorizaciones públicas de la prensa. Sobre la relación entre libertad y virtud, un tema que continúa enervando a día de hoy a los políticos de los Estados Unidos, Milton escribió: «la libertad es la mejor escuela de virtud… la virtud sólo es virtuosa cuando es escogida libremente». Sobre la libertad de expresión se preguntaba «si alguien ha visto alguna vez a la Verdad salir mal parada en un encuentro libre y abierto».
Durante el interregno, período transcurrido después de la decapitación de Carlos I, cuando Inglaterra se encontraba sin soberano y estaba siendo gobernada por Oliver Cromwell, el debate intelectual fue intenso y acalorado. El grupo de los Levellers empezó a trabajar en la recopilación de las ideas que darían lugar posteriormente a lo que se hoy conoce como liberalismo. Para ellos, la defensa de la libertad religiosa y de los derechos tradicionales del pueblo inglés se situaba en el contexto de la «autopropiedad» y del derecho natural. En el famoso ensayo An Arrow against All Tyrants (Una flecha contra todos los tiranos), el líder de los Levellers, Richard Overton, afirmaba que cada individuo posee una «autopropiedad», es decir, que cada uno es dueño de sí mismo y, por lo tanto, tiene derecho a la vida, a la libertad y a la propiedad. «Ningún hombre tiene poder sobre mis derechos y libertades, ni yo tengo poder sobre los derechos y las libertades de otro hombre».
A pesar de los esfuerzos realizados por los Levellers y otros grupos radicales, la dinastía Estuardo regresó al trono en 1660 en la persona de Carlos II. Éste prometió respetar la libertad de conciencia y los derechos de los terratenientes, pero tanto él como su hermano, Jacobo II, procuraron ampliar nuevamente el poder del rey. Tras la Revolución Gloriosa de 1688, el Parlamento ofreció la corona a Guillermo y María de Holanda, ambos nietos de Carlos I. Guillermo y María se comprometieron a respetar los derechos «auténticos, tradicionales y evidentes» del pueblo inglés, compromiso que quedó reflejado en la Carta de Derechos de 1689.
Podemos situar el nacimiento del liberalismo en la época de la Revolución Gloriosa. Con gran acierto, se considera a John Locke el primer liberal auténtico y el padre de la filosofía política moderna. Sin conocer las ideas de Locke es imposible entender el mundo en que vivimos. Su obra más importante, Segundo tratado sobre el gobierno civil, fue publicada en 1690, pero había sido escrita algunos años antes para rebatir al filósofo absolutista, sir Robert Filmer. Este tratado conseguía defender de forma más radical los derechos individuales y el gobierno representativo.
Locke preguntaba para qué sirven y por qué se crean los gobiernos, y respondía:
Los hombres poseen derechos que son anteriores a los gobiernos, y por eso se llaman derechos naturales, porque existen en la naturaleza. Los hombres instauran gobiernos para proteger sus derechos. Podrían hacer lo mismo sin necesidad de crear gobiernos, pero éstos constituyen un método eficiente de protección. Si el gobierno sobrepasa los límites de esa función, la revolución está justificada. El gobierno representativo es la mejor manera de garantizar que éste se mantenga dentro de los límites de su función legítima.
Locke se adhiere a una tradición filosófica que había permanecido en Occidente durante siglos cuando escribe: «Los gobiernos no son libres de actuar como desean. La ley de la naturaleza se erige como regla eterna para todos los hombres, tanto para los legisladores como para todos los demás». Locke también articula con claridad el concepto de los derechos de propiedad:
Cada hombre es propietario de su propia persona. Nadie más que él tiene derecho sobre sí mismo. Podemos afirmar que las faenas de su cuerpo y el trabajo de sus manos le pertenecen. Como consecuencia, todo lo que el hombre hubiera extraído del patrimonio que la naturaleza le ha proporcionado, o que hubiera dejado en él, hubiera mezclado con su trabajo, o lo que de su propiedad le hubiera añadido, lo ha convertido en suyo.
La vida y la libertad son derechos inalienables del hombre, y éste adquiere derecho de propiedad sobre bienes que antes no le pertenecían tras haberlos «mezclado con su trabajo», como ocurre en la agricultura. La función del gobierno es proteger «las vidas, las libertades y los patrimonios» del pueblo.
Estas ideas fueron recibidas con entusiasmo. Europa continuaba sometida al absolutismo monárquico, pero gracias a sus experiencias con la dinastía Estuardo, el pueblo inglés desconfiaba de toda forma de gobierno. Por este motivo, ofreció una calurosa bienvenida a la poderosa defensa filosófica de los derechos naturales, el imperio de la ley y el derecho a la revolución, y, por supuesto, empezó a exportar las ideas de Locke y del grupo de los Levellers a través de los barcos que viajaban al Nuevo Mundo.

El liberalismo del siglo XVIII

El gobierno limitado no impidió que Inglaterra prosperara. Así como Holanda había inspirado a los liberales en el siglo anterior, en el siglo XVIII los pensadores liberales del Viejo Continente y más tarde de todo el mundo empezaron a citar el ejemplo inglés. Podríamos situar el inicio del Siglo de las Luces aproximadamente en 1720, cuando el escritor francés Voltaire llegó a Inglaterra para escapar de la tiranía de su tierra natal. Allí encontró tolerancia religiosa, gobierno representativo y una próspera clase media. Observó que el comercio era mucho más respetado en Inglaterra de lo que lo era en Francia, donde los aristócratas franceses miraban con desprecio a los comerciantes. Asimismo, se dio cuenta de que cuando se respetaba la libertad de comerciar, los prejuicios de los hombres pasaban a segundo plano, y el propio interés era lo que prevalecía. Así lo expone en su famosa descripción de la bolsa de Londres, contenida en su obra Cartas inglesas:
Si va a la bolsa de Londres, lugar más respetable que muchas cortes, verá reunirse a los representantes de todas las naciones para prestar servicio a la humanidad. Allí, el judío, el mahometano y el cristiano se tratan como si pertenecieran a la misma religión, y sólo califican de infieles a aquellos que entran en quiebra. Allí, el presbiteriano confía en el anabaptista, y el anglicano acepta la promesa del cuáquero. Al salir de estas asambleas libres y pacíficas, unos van a la sinagoga, otros a la iglesia para recibir la inspiración divina, otros a la taberna… y todos están contentos.
El siglo XVIII fue por excelencia el siglo del pensamiento liberal. Las ideas de Locke fueron desarrolladas por muchos autores, sobre todo por John Trenchard y Thomas Gordon, quienes escribieron una serie de artículos periodísticos publicados bajo el pseudónimo Cato, por referencia a «Catón el joven», el defensor de la república de Roma contra las pretensiones imperialistas de Julio César. Estos artículos, que denunciaban las violaciones del gobierno contra los derechos de los ingleses, empezaron a conocerse con el nombre de «las cartas de Cato».1 (Los nombres evocadores de la república de Roma eran populares entre los escritores del siglo XVIII. Nótese, por ejemplo, que los Papeles Federalistas2 fueron rubricados con la palabra Publius). En Francia, los fisiócratas desarrollaron la moderna ciencia de la economía. El nombre de estos pensadores tiene raíces griegas: physis, que significa naturaleza, y kratos, que significa regla. Así, los fisiócratas defendían la ley de la naturaleza, y lo que querían decir era que la sociedad y la creación de riqueza se regían por leyes naturales, similares a las leyes de la física. Sostenían que el comercio libre, sin el freno de los monopolios, sin las restricciones gremiales y sin los elevados impuestos, constituía la mejor forma de aumentar la oferta de bienes, y que la ausencia de trabas coercitivas produciría abundancia y armonía. Fue en este período cuando se escuchó el famoso grito liberal de multitudes: laissez faire. Cuenta la leyenda que Luis XV preguntó a un grupo de mercaderes: «¿Cómo puedo ayudaros?» Y ellos respondieron: «Laissez-nous faire, laissez-nous passer, le monde va de lui-même» (dejadnos hacer, dejadnos pasar, el mundo se mueve solo).
Entre los principales fisiócratas se encuentra François Quesnay y Pierre Dupont de Nemours, quien huyó de la Revolución Francesa y se instaló en los Estados Unidos. Su hijo abrió un pequeño negocio en el Estado de Delaware.3 Por su parte, A. R. J. Turgot, amigo de los fisiócratas y economista brillante, fue ministro de finanzas nombrado por Luis XVI. Conocido como el «déspota iluminado», quiso aligerar la carga que el gobierno imponía sobre el pueblo francés, y quizá también crear más riqueza sobre la que dirigir los impuestos, ya que, como habían apuntado los fisiócratas, «campesinos pobres, reino pobre, y reino pobre, rey pobre». Turgot promulgó los Seis edictos para abolir los gremios, que se habían convertido en monopolios fosilizados. Eliminó también los impuestos internos y el trabajo forzado (la corvée), y consiguió una mayor tolerancia para los protestantes. Tuvo que enfrentar la hostilidad de los grupos de intereses creados hasta su destitución en 1776. Con la caída de Turgot, escribe Raico, «se perdió la última esperanza para la monarquía francesa», que llegaría a su fin trece años después.
La Ilustración francesa es la más conocida en la historia, pero existió también la Ilustración escocesa. Durante mucho tiempo, el pueblo escocés había tenido que soportar la dominación inglesa, había sufrido enormemente las consecuencias del mercantilismo británico y había alcanzado, en el transcurso del último siglo, mayores tasas de alfabetización y mejor calidad del sistema educativo que en Inglaterra. El pueblo escocés se encontraba muy preparado para desarrollar las ideas liberales y para dominar durante un siglo la vida intelectual de Inglaterra. Entre los exponentes de la Ilustración escocesa destaca Adam Ferguson, autor de un Ensayo sobre la historia de la sociedad civil, y creador de la expresión: «Es el resultado de la acción humana pero no del diseño humano», que inspiraría el desarrollo del concepto de orden espontáneo en futuras generaciones. Encontramos también a Francis Hutcheson, que se adelantó a los utilitaristas con su idea de «el mayor bienestar posible para el mayor número posible», y a Dugald Stewart, cuya Philosophy of the Human Mind (Filosofía de la mente humana), fue muy leída en las primeras universidades de los Estados Unidos. Pero los autores más destacados de ese período fueron David Hume y su amigo Adam Smith.
David Hume era filósofo, economista e historiador formado en el período anterior al decreto de la aristocracia universitaria que ordenaba dividir el conocimiento en categorías discretas. Los estudiantes de nuestra época lo identifican principalmente con el escepticismo filosófico, pero también contribuyó a desarrollar nuestro entendimiento moderno de la productividad y benevolencia del libre mercado. Defendió la propiedad y los contratos, la banca libre y el orden espontáneo de la sociedad libre. Criticó la doctrina de la balanza comercial de los mercantilistas y señaló que cada uno de nosotros se beneficiaría con la prosperidad de otros, incluso con la prosperidad de los que viven más allá de nuestras fronteras.
Junto con John Locke, Adam Smith es el otro padre del liberalismo. Y ya que vivimos en un mundo liberal, Locke y Smith bien pueden considerarse los arquitectos del mundo moderno. En su Teoría de los sentimientos morales, Adam Smith identifica dos clases de conducta: el interés personal y la benevolencia. Numerosos críticos afirman que Adam Smith, los economistas en general o los liberales sostienen que todo comportamiento responde sólo al interés personal. Pero en su primer libro, Adam Smith dejó bien claro algo muy distinto. Es evidente que a veces se actúa por benevolencia, y la sociedad debe estimular ese sentimiento. Pero, como explica Adam Smith, si es necesario, la sociedad podría existir sin que la beneficencia se extendiera más allá de la propia familia. Los individuos seguirían alimentándose, la economía seguiría funcionando y el conocimiento continuaría avanzando. Pero la sociedad no puede existir sin la justicia, que representa la protección de la vida, la libertad y la propiedad. La justicia, por tanto, debe ser la principal preocupación del Estado.
En su obra más conocida, La riqueza de las naciones, Adam Smith sienta las bases de la ciencia económica moderna. Como él mismo afirma, se ofrece aquí la descripción de «un sistema simple de libertad natural». En la terminología de nuestro tiempo, podríamos decir que el capitalismo es lo que ocurre cuando se deja a la gente tranquila. Smith demostró que cuando los hombres producen y comercian movidos por su propio interés, una «mano invisible» les lleva a beneficiar también al interés ajeno. Para conseguir un empleo, o para vender algo a cambio de dinero, cada individuo debería pensar sobre lo que los demás desearían obtener. La benevolencia es importante, pero «no es la benevolencia del carnicero o del panadero la que nos permite conseguir nuestra comida, sino las miras a su propio interés». Por estas razones, el mercado libre permite que sean más los que puedan satisfacer un mayor número de necesidades y por lo tanto los que puedan disfrutar de un nivel de vida más alto que los que se rigen por cualquier otro sistema.
El desarrollo de la idea del orden espontáneo constituye la contribución más importante de Adam Smith a la teoría liberal. A menudo oímos que existe un conflicto entre libertad y orden, y esta perspectiva puede parecer lógica. De manera más rigurosa que los fisiócratas y otros precursores, Adam Smith se preocupó de destacar la idea de que el orden surge de forma espontánea en los asuntos humanos. Al dejar que los hombres interactúen libremente, protejan sus derechos a la libertad y a la propiedad, el orden surgirá sin necesidad de una autoridad central. La economía de mercado es un ejemplo de orden espontáneo. Cientos o miles de individuos, miles de millones en la actualidad, penetran cada día en el mercado o en el mundo de los negocios, y se preguntan cómo producir más bienes, cómo obtener un empleo mejor o ganar más dinero para sí mismos y sus familias. No son guiados por ninguna autoridad central. Ni tampoco los guía un instinto biológico como el que empuja a las abejas a fabricar la miel. Al producir y comerciar, sin embargo, los hombres generan riqueza en beneficio propio y también en beneficio de los demás.
El mercado no es la única manifestación de orden espontáneo. Consideremos el lenguaje. Nadie se ha sentado nunca a escribir el idioma inglés para luego enseñarlo a los ingleses. Surgió y evolucionó espontáneamente, de forma natural, en respuesta a determinadas necesidades humanas. Consideremos también el Derecho. Hoy pensamos que el Derecho es algo que el Congreso aprueba, pero el Derecho consuetudinario se desarrolló mucho antes de que ningún rey o asamblea legislativa concibieran siquiera la tarea de escribirlo. Cuando dos personas estaban en desacuerdo pedían a un tercero que actuara como juez. A veces se reunía un jurado para escuchar el caso. No se suponía que los jueces y jurados debían «promulgar» las leyes, sino que su función era la de «encontrar» la ley, investigar cuál era la costumbre, o referirse a las sentencias dictadas anteriormente para casos similares. De esta manera, caso tras caso se fue creando el orden jurídico. El dinero es otro ejemplo de orden espontáneo. Surgió de forma natural, cuando comenzó a sentirse la necesidad de algo que facilitara el comercio. Hayek escribió:
Si la ley hubiera sido diseñada deliberadamente, merecería figurar entre los inventos más importantes de la humanidad. Pero por supuesto, nadie ha inventado la ley, de igual forma que nadie ha inventado el dinero, el idioma, y muchas de las prácticas y convencionalismos sobre los que descansa la vida en sociedad.
Las leyes, los idiomas, el dinero, los mercados, las instituciones más importantes de la sociedad humana, surgieron espontáneamente.
Con el desarrollo sistemático que Adam Smith llevó a cabo sobre la doctrina del orden espontáneo se completaron los principios básicos del liberalismo. Podríamos definir esos principios básicos como: la idea de una ley superior o ley natural; la dignidad del individuo; el derecho natural a la libertad y a la propiedad y la teoría social del orden espontáneo. Son muchas más las ideas específicas que se derivan de estos elementos fundamentales: libertad individual, gobierno limitado y representativo, mercados libres, etcétera. Hubiera costado mucho tiempo definirlas. Pero seguía siendo necesario defenderlas.

La construcción de un mundo liberal

Como ocurrió con la Revolución Inglesa, en vísperas de la Revolución Americana el debate ideológico fue intenso. Con más vigor que en la Inglaterra del siglo XVII, las ideas liberales dominaron América4 en el siglo XVIII. Podríamos decir incluso que apenas circulaban en América ideas que no fueran liberales. Existían dos líneas de partidarios liberales: los liberales conservadores, que instaban a los americanos a continuar con la práctica pacífica de reclamar sus derechos de súbditos ingleses, y los liberales radicales, que acabaron por rechazar incluso la idea de una monarquía constitucional y luchaban por la independencia. El liberal radical de mayor impacto fue Thomas Paine. Era algo parecido a un revolucionario exterior, a un misionero de la libertad. Nacido en Inglaterra, se trasladó a América para ayudar a crear la revolución, y al cumplir su tarea cruzó nuevamente el Atlántico para ayudar a los franceses con la suya.
Sociedad o gobierno
La gran contribución de Paine a la causa revolucionaria fue su folleto Sentido común, del cual se dice que fueron vendidos más de 100.000 ejemplares en pocos meses, en un país de tres millones de habitantes. Todo el mundo lo leyó. Los que no sabían leer acudían a las tabernas, en donde escuchaban su lectura y participaban en el debate de las ideas allí expresadas. Pero Sentido común era más que un llamamiento a la independencia. Ofrecía una teoría liberal radical como fundamento de los derechos naturales y de la independencia. Paine comenzó por establecer una distinción entre la sociedad y el gobierno:
La sociedad es producto de nuestras necesidades, el gobierno es producto de nuestras debilidades… La sociedad en cualquier condición es una bendición, pero el gobierno, incluso en su mejor condición, no es sino un mal necesario, y en su peor estado se convierte en algo intolerable […] Si pudiéramos eliminar el oscuro velo de la antigüedad, descubriríamos que el primer rey no fue mejor que el principal rufián de una banda de criminales insaciables, cuyos salvajes modales o cuya prepotencia le hicieron ganarse el título de jefe de los malhechores.
En Sentido común y en sus escritos posteriores, Paine explica que la existencia de la sociedad civil es anterior a la existencia del gobierno, y que los individuos pueden interactuar pacíficamente para crear un orden espontáneo. Su concepción del orden espontáneo se fortaleció cuando constató que la sociedad continuaba funcionando tras la expulsión de los gobiernos coloniales de las ciudades americanas y de las colonias. En sus escritos fusiona la teoría normativa de los derechos individuales con el análisis positivo del orden espontáneo.
Además de La riqueza de las naciones y Sentido Común, hubo otras fuentes de inspiración en la lucha por la libertad en el año 1776. Es probable que ninguna de estas dos obras haya representado la influencia más importante en ese año clave. En 1776, las colonias americanas emitieron su «Declaración de Independencia», quizá la obra más sutil de la historia de la escritura liberal. Thomas Jefferson proclamó al mundo la visión liberal a través de palabras tan elocuentes como estas:
Creemos que estas verdades son evidentes en sí mismas, que todos los hombres son creados iguales, que su Creador les ha conferido ciertos derechos inalienables, que entre éstos se encuentran la vida, la libertad y la búsqueda de la felicidad. Que para garantizar esos derechos, se instauraron gobiernos entre los hombres que obtienen sus justos poderes del consentimiento de los gobernados. Que cuando un gobierno se convierte en obstáculo para esos fines, el pueblo tiene el derecho de alterarlo o abolirlo.
Resulta obvia la influencia de los Levellers y de John Locke. De una forma sucinta, Jefferson destaca tres puntos: 1. Que los hombres poseen derechos naturales. 2. Que la protección de esos derechos constituye el objetivo del gobierno. 3. Que si el gobierno se extralimita en el cumplimiento de su objetivo, el pueblo tiene pleno derecho a «alterarlo o abolirlo». Por su elocuente expresión del ideal liberal, por su permanente contribución a la revolución que cambió el mundo, el columnista George F. Will nombró a Jefferson «el hombre del milenio». Nada mas lejos de mi intención que discutir tal nombramiento, pero debe quedar claro que al escribir la Declaración de Independencia Jefferson no fue demasiado innovador. Como afirmaría años más tarde John Adams,5 quizá algo dolido por las atenciones que recibía Jefferson, «no existe una idea en la Declaración que no haya sido llevada al Congreso durante los dos años anteriores». Según el propio Jefferson «si bien no fueron consultados libros ni folletos a la hora de escribir la Declaración, el objetivo no era descubrir principios o argumentos nuevos, sino simplemente materializar la expresión de la mente americana. Las ideas plasmadas en la Declaración representaban los sentimientos del día a día, que eran expresados en las conversaciones, en la correspondencia, en los ensayos impresos o en los libros elementales de Derecho público». El triunfo de las ideas liberales en los Estados Unidos fue aplastante.
Gobierno limitado
Después de su victoria militar, los americanos independientes se empeñaron en poner en marcha las ideas desarrolladas a lo largo del siglo XVIII por los liberales ingleses. El distinguido historiador de la Universidad de Harvard, Bernard Bailyn, escribió en 1973 en su ensayo The Central Themes of the American Revolution (Los temas centrales de la Revolución Americana):
Aquí se hicieron realidad los temas principales del liberalismo radical del siglo XVIII. El primero alude a la creencia de que el poder es perjudicial. Puede que sea una necesidad, pero es una necesidad perjudicial. Es algo infinitamente corruptor y debe ser controlado, limitado y restringido de todas las formas compatibles con un mínimo de orden civil. La Constitución escrita, la separación de poderes, la Carta de Derechos,6 los límites sobre los poderes ejecutivo, legislativo y judicial, las restricciones al derecho de represión y a la guerra organizada son evidencias que expresan la profunda desconfianza en el poder que yace en el corazón ideológico de la Revolución Americana, desconfianza que ha permanecido desde entonces en nuestros corazones.
La Constitución de los Estados Unidos aprovechó las ideas de la Declaración de Independencia para establecer un gobierno apropiado para un pueblo libre. Los principios sobre los que se basa la Constitución afirman que los individuos poseen derechos naturales anteriores al establecimiento del gobierno y que todo el poder que recibe el gobierno ha sido delegado por los individuos para proteger sus derechos. Con esta base, los forjadores de la Constitución no crearon una monarquía, ni tampoco establecieron una democracia ilimitada, es decir, un gobierno con plenos poderes que serían limitados únicamente por el voto popular. En lugar de eso, los creadores de la Constitución enumeraron cuidadosamente los poderes que tendría el gobierno federal. James Madison, vecino y amigo de Jefferson, fue el principal teórico y arquitecto de la Constitución, la cual representa una obra revolucionaria por excelencia a través del establecimiento de un gobierno de poderes delegados, enumerados y por tanto limitados.
A la primera propuesta de una «Carta de Derechos», muchos de los creadores de la Constitución respondieron que dicha Carta no sería necesaria, ya que la escrupulosa enumeración de los poderes del gobierno le imposibilitaría para infringir los derechos individuales. La Carta de Derechos fue finalmente añadida a la Constitución «para mayor cautela», según palabras de Madison.
Tras enumerar los derechos específicos de los individuos en las primeras ocho enmiendas a la Constitución, el primer Congreso de los Estados Unidos agregó dos enmiendas más que sintetizan toda la estructura del gobierno federal tal como éste fue concebido. Según establece la Novena Enmienda, «la enumeración de ciertos derechos en la Constitución no debe interpretarse como negación o menoscabo de otros derechos que el pueblo posee». Por otra parte, como dispone la Décima Enmienda, «los poderes no delegados a los Estados Unidos por la Constitución, ni vedados por ésta a los Estados, quedan reservados respectivamente a los Estados o al pueblo». Aquí nos encontramos de nuevo con los preceptos fundamentales del liberalismo: los hombres poseen derechos antes de crear gobierno y conservan todos los derechos que no han sido delegados expresamente al gobierno. El gobierno nacional no tiene más poderes que los que le son otorgados específicamente en la Constitución.
Tanto en los Estados Unidos como en Europa, el siglo que siguió a la Revolución Americana estuvo marcado por la expansión del liberalismo. Las Constituciones escritas y las cartas de derechos protegían la libertad y garantizaban el imperio de la ley. Los gremios y los monopolios fueron eliminados, y todos los oficios abrieron sus puertas a una competencia basada en la pericia. La libertad de prensa y de religión fue ampliamente propagada, se protegieron más los derechos de propiedad y se liberó el comercio internacional.
Derechos civiles
El individualismo, los derechos naturales y los mercados libres provocaron, como era de esperar, ciertas agitaciones para reclamar la ampliación de derechos civiles y políticos a ciertos grupos que, como los esclavos, los siervos o las mujeres, habían sido excluidos de la libertad y del poder. La primera sociedad en contra de la esclavitud fue fundada en Filadelfia en 1775, y tanto la esclavitud como la servidumbre fueron abolidas en todo el mundo occidental en el transcurso de un siglo. Al debate mantenido en el Parlamento Británico con respecto a la idea de compensar a los antiguos propietarios de esclavos liberados por la pérdida de su «propiedad», el liberal Benjamin Pearson respondía así : «deberían ser los esclavos los compensados y no los propietarios». El periódico Pennsylvania Journal, dirigido por Tom Paine, publicó en 1775 un argumento en defensa de los derechos de la mujer que tuvo gran repercusión. Mary Wollstonecraft, amiga de Paine y otros liberales, publicó en 1792 en Inglaterra su Vindication of the Rights of Women (Reivindicación de los derechos de la mujer). La primera reunión feminista en los Estados Unidos se celebró en 1848, cuando las mujeres comenzaron a reclamar los derechos naturales que los hombres blancos habían obtenido en 1776 y que ahora reclamaban los hombres negros. En palabras del historiador inglés Henry Sumner Maine, el mundo estaba pasando de una sociedad de estatus a una sociedad de contratos.
Los liberales también tuvieron que confrontar el permanente espectro de la guerra. En Inglaterra, Richard Cobden y John Bright argumentaban incansablemente que el libre comercio establecería vínculos pacíficos entre los pueblos de diferentes naciones, y se reducirían las probabilidades de entrar en guerra. Los límites recientemente establecidos al poder del gobierno, y el mayor escepticismo del pueblo hacia los gobernantes obstaculizaron las pretensiones de los dirigentes políticos de entrometerse en asuntos extranjeros y de iniciar la guerra. Tras la conmoción causada por la Revolución Francesa y la derrota final de Napoleón en 1815, y a excepción de la Guerra de Crimea y de las guerras de unificación nacional, la mayoría de los pueblos europeos disfrutaron de un siglo de paz y progreso.
Resultados del liberalismo
La liberación de la creatividad humana produjo asombrosos progresos científicos y materiales. Como expresaba la revista The Nation (publicación auténticamente liberal) en un artículo publicado en 1900: «Liberados de la irritante intromisión de los gobiernos, los hombres se dedicaron a realizar sus funciones naturales, a mejorar su propia condición, y he aquí los resultados maravillosos que encontramos a nuestro alrededor». Los avances tecnológicos del liberal siglo XIX fueron innumerables. La máquina de vapor, el ferrocarril, el telégrafo, el teléfono, la electricidad, el motor de combustión interna… Gracias a la acumulación de capital y al «milagro del interés compuesto», las masas comenzaron en Europa y en América a liberarse de las pesadas tareas asociadas a la condición natural de la humanidad desde tiempos inmemorables. Descendió la tasa de mortalidad infantil y la esperanza de vida experimentó un incremento sin precedentes. Si en 1800 se vuelve la vista atrás, se aprecia un mundo que apenas ha experimentado cambios durante miles de años. En 1900, sin embargo, el mundo estaba irreconocible.
El pensamiento liberal continuó evolucionando durante el siglo XIX. Jeremy Bentham propuso la teoría del utilitarismo, la idea de que el gobierno debería promover «la mayor felicidad posible para el mayor número posible». Aunque sus premisas filosóficas diferían bastante de las premisas de los derechos naturales, coincidía en muchas de sus conclusiones con las ideas del gobierno limitado y el mercado libre.
Alexis de Tocqueville fue a América para ver cómo funcionaba una sociedad libre y publicó, entre 1834 y 1840, sus brillantes observaciones en su obra La democracia en América. En 1859 John Stuart Mill publicó su ensayo Sobre la libertad, una potente defensa de la libertad individual. En 1851 Herbert Spencer, escritor sobresaliente cuyo trabajo ha sido injustamente ignorado y a menudo malinterpretado, publicó Estática social, obra en la que establece su «ley de igual libertad», que supone un testimonio precursor y explícito del credo liberal moderno. El principio de Spencer puede expresarse así: «todo hombre posee derecho a reclamar el mayor grado de libertad para ejercer sus facultades, siempre que esto no impida disfrutar de la misma libertad a todos los demás hombres». Como señalaba Spencer, «la ley de igual libertad se aplica abiertamente a toda la raza, tanto a hombres como a mujeres». Spencer amplió además la postura liberal clásica sobre la guerra, para diferenciar entre dos clases de sociedades: la sociedad industrial, donde la gente produce y comercia pacíficamente en asociaciones voluntarias, y la sociedad militante, en la que prevalece la guerra y el gobierno controla las vidas de los gobernados para alcanzar sus propios fines.
En su edad dorada, Alemania produjo grandes escritores como Goethe y Schiller, ambos liberales, a la vez que filósofos e intelectuales de la talla de Emmanuel Kant y Wilhelm von Humboldt contribuían a desarrollar el pensamiento liberal. Kant destacó la autonomía del individuo e intentó basar los derechos y las libertades individuales en los dictados de la propia razón. Propuso una «Constitución jurídica para garantizar a cada individuo su libertad en el marco de la ley, de forma que cada uno pudiera continuar siendo libre para buscar su felicidad de la forma mas beneficiosa, siempre y cuando no se violaran la libertad ni los derechos legítimos de sus semejantes». La obra clásica de Humboldt Los límites de la acción del Estado cuya influencia es más que evidente en la obra Sobre la libertad de John Stuart Mill, sostiene que el desarrollo pleno del individuo descansa «no sólo en la libertad, sino también en una multitud de situaciones». Humboldt se refiere aquí a que los hombres deberían disponer de una amplia variedad de circunstancias y formas de vida (el término moderno sería «formas alternativas de vida») para poder probar y escoger en todo momento.
En Francia, Benjamin Constant fue el liberal más conocido del Viejo Continente en la primera parte del siglo. Como afirmaba un contemporáneo suyo, Constant «amaba la libertad como otros hombres aman el poder». Igual que Humboldt, concibió la libertad como un sistema en el que las personas pueden descubrir y desarrollar mejor sus propias personalidades y sus intereses individuales. En un importante ensayo, Constant contrasta el significado de libertad en las antiguas repúblicas (igual participación en la vida pública) con el concepto moderno de libertad (la libertad individual de hablar, escribir, poseer bienes, comerciar y perseguir los intereses personales). De igual modo, madame de Staël, novelista amiga de Constant, es recordada por la siguiente declaración: «La libertad es vieja, es el despotismo el que es nuevo», que hace referencia a las intenciones de los defensores del absolutismo de llevarse las duramente reivindicadas libertades de la Edad Media.
Otro de los liberales franceses, Frédéric Bastiat, prestó sus servicios en el Parlamento, donde manifestó su pasión por el comercio libre, y escribió numerosos ensayos impactantes y humorísticos en contra del Estado y de todas sus acciones. Su último ensayo, Lo que se ve y lo que no se ve, ofrece una aclaración importante que afirma que cualquier actuación del gobierno, ya sea la construcción de un puente, la asignación de ayudas a las artes o el pago de pensiones, tiene efectos simples y obvios. El dinero circula, se crean empleos y se piensa entonces que el gobierno ha impulsado el crecimiento económico. La tarea del economista consiste en ver lo que no es obvio (las casas que no se han construido, la ropa que no se ha comprado, los empleos que no se han creado) porque el dinero se ha conseguido a través de los impuestos aplicados a aquellos individuos que lo habrían gastado en su propio beneficio. En su obra La ley, Bastiat condenó el concepto de «saqueo legal» mediante el cual el juez utiliza al gobierno para apropiarse de lo que otros han producido. Y en La petición de los fabricantes de velas se burla de los industriales franceses que pedían medidas proteccionistas al gobierno contra la competencia, e intentaban hacer creer que hablaban en nombre de los fabricantes de velas cuando solicitaban al Parlamento eliminar la competencia del sol, que era el culpable de que no se necesitaran velas durante el día. Esta era una anticipación del rechazo a las leyes antimonopolio.
En los Estados Unidos los liberales dirigieron el movimiento abolicionista. Los principales abolicionistas equiparaban la esclavitud con el «robo de seres humanos», porque la esclavitud negaba la propiedad que cada hombre tiene de sí mismo y usurpaba la misma esencia del ser humano. Sus argumentos guardaban fuerte relación con los de John Locke y los Levellers. William Lloyd Garrison escribió que su propósito no se limitaba solamente a la abolición de la esclavitud, «sino a la emancipación de toda nuestra raza del dominio del hombre, del avasallamiento de nuestro ser y de la fuerza bruta del gobierno». Otro abolicionista, Lysander Spooner, partió del argumento de los derechos naturales contra la esclavitud y llegó a la conclusión de que ningún ser humano podía ser detenido para renunciar a sus derechos naturales en virtud de ninguna forma de contrato, incluida la Constitución, que no hubiera suscrito personalmente. De igual modo, Frederick Douglass basó sus argumentos contra la esclavitud en el liberalismo clásico: la autopropiedad y los derechos naturales.

La caída del liberalismo

A finales del siglo XIX el liberalismo clásico empezó a retroceder frente a nuevas formas de colectivismo y de concentración de poder estatal. El liberalismo había cosechado un enorme éxito: había liberado a la gran masa de seres humanos de la pesada carga del estatismo, y había generado mejoras sin precedentes en los niveles de vida. Pero, entonces ¿qué había ocurrido? Esta fue la pregunta que atormentó a los liberales durante todo el siglo XX.
Uno de los problemas fue que los liberales se volvieron perezosos. Olvidaron la advertencia de Jefferson («el precio de la libertad es la eterna vigilancia») y supusieron que la evidente armonía social y la abundancia que generó el liberalismo impedirían que alguien deseara restablecer el Antiguo Régimen. Algunos intelectuales liberales parecían suponer que el liberalismo era un sistema cerrado, y que no quedaba ya nada interesante por hacer. Surgió entonces el socialismo, en concreto la vertiente marxista, con toda una nueva teoría por desarrollar que rápidamente atrajo a la juventud intelectual.
Otra posible causa pudo ser que el duro esfuerzo realizado para crear la sociedad de la abundancia cayera en el olvido. Los americanos y los británicos nacidos a finales del siglo XIX se encontraron con un mundo en donde la riqueza crecía rápidamente, al igual que la tecnología y los niveles de vida. Para ellos, no resultaba tan obvia la idea de que el mundo no hubiera sido siempre así. Y los que sí lo sabían, quizá ya hubieran asumido que el antiguo problema de la pobreza había sido resuelto. Ya no era importante mantener vivas las instituciones sociales que habían erradicado la pobreza.
Un tercer problema pudo venir de la mano de la separación conceptual de los procesos de producción y distribución. En época de abundancia se empieza a dar por sentada la producción, y el debate se centra en «el problema de la distribución». El texto siguiente procede de una entrevista que me concedió el gran filósofo Friedrich Hayek:
Estoy convencido de que la razón que condujo a los intelectuales al socialismo, sobre todo a los del mundo angloparlante, fue un hombre, el gran héroe del liberalismo clásico: John Stuart Mill. En su célebre libro Principios de economía política, publicado en 1848 y ampliamente consultado durante varias décadas, realiza la siguiente afirmación cuando pasa de la teoría de la producción a la teoría de la distribución: «La humanidad, individual o colectivamente, puede hacer lo que desee con los bienes que ya han sido producidos». Si esto fuera cierto, yo admitiría la existencia de una clara vinculación moral a la hora de garantizar que los bienes sean distribuidos de una manera justa. Pero la afirmación de Mill no es verdadera, porque si pudiéramos elegir qué hacer con los bienes producidos, nadie volvería a producir esos bienes.
Por otra parte, por primera vez en la historia se empezó a cuestionar hasta qué punto la pobreza era tolerable. Antes de la Revolución Industrial todo el mundo era pobre. La pobreza no representaba un problema que fuera susceptible de estudio. Fue solamente a partir de que una mayoría alcanzara niveles de riqueza, teniendo en cuenta los baremos históricos, cuando la gente empezó a preguntarse por qué algunas familias no habían salido aún de la pobreza. Por eso Charles Dickens detestaba la ya debilitada práctica de trabajo infantil que mantuvo vivos a muchos niños que habrían muerto en épocas anteriores a la Revolución Industrial. Karl Marx, por su parte, ofrecía una visión de un mundo de abundancia y perfecta libertad. Mientras tanto, los adelantos de la ciencia y los negocios alimentaban la idea de que los ingenieros y directivos de las empresas podrían diseñar y dirigir la sociedad entera de la misma forma en que se dirige una gran corporación empresarial.
El énfasis utilitario de Bentham y Mill («el mayor bienestar posible para el mayor número posible») indujo a ciertos pensadores a poner en tela de juicio la necesidad de limitar el gobierno y proteger los derechos individuales. Si el objetivo final era generar felicidad y prosperidad, ¿qué necesidad había de tomar el camino largo que pasaba por la protección de los derechos? ¿Por qué no concentrar toda la energía directamente en proporcionar crecimiento económico y generalizar la prosperidad? De nuevo se había olvidado el concepto de orden espontáneo. Existía un sentimiento de resignación hacia el problema de la producción y se habían creado estrategias para orientar la economía hacia una dirección elegida por los políticos.
Sin duda no podemos ignorar que el poder es un deseo ancestral del hombre. Algunos olvidaron dónde se encontraban las raíces del crecimiento económico. Algunos guardaron luto a la destrucción de la familia y de la comunidad provocada por la prosperidad y la bonanza. Algunos creyeron, ingenuamente, que el marxismo podría traer libertad y prosperidad sin necesidad de trabajar en oscuras fábricas satánicas. Pero muchos otros se sirvieron de estas ideas como medios para alcanzar el poder. Si el derecho divino de la realeza ya no lograba persuadir a los pueblos para que entregaran su libertad y sus bienes, los hambrientos de poder tendrían que utilizar el nacionalismo, el igualitarismo, el prejuicio racial, la lucha de clases o tendrían que recurrir a la débil promesa de que el Estado aliviaría todas las dolencias de la sociedad.
A principios del siglo XX, los liberales que quedaban habían perdido toda esperanza en el futuro. Así lo expresaba la revista The Nation: «las comodidades materiales han cegado a nuestra generación, que ha olvidado la razón por la que se encuentra hoy aquí. Antes de que el estatismo sea repudiado nuevamente, se producirán luchas aterradoras en el escenario internacional». Herbert Spencer publicó The coming Slavery (La esclavitud del futuro), y en 1903 se lamentaba en su lecho de muerte de que el mundo estuviera regresando a la época de la guerra y la barbarie.
Los temores de los liberales se hicieron realidad, y el siglo de paz que empezó en Europa en 1815 se vino abajo en 1914, con el inicio de la Primera Guerra Mundial. El nacionalismo y el estatismo habían desplazado al liberalismo, y la propia guerra asestó un golpe mortal a las ideas liberales. En los Estados Unidos y en Europa, los gobiernos aumentaron su esfera de poder para responder a la guerra. Los desmesurados impuestos, el servicio militar obligatorio, la censura, las nacionalizaciones y la planificación centralizada, por no mencionar los diez millones de muertes que surcaron los campos en Flandes, Verdún y otros lugares, indicaban que la era del liberalismo, que había reemplazado recientemente al Antiguo Régimen, estaba siendo de nuevo suplantada por la era del «mega-Estado».

El resurgir del movimiento liberal moderno

A lo largo de la era «progresiva», la Primera Guerra Mundial, el New Deal y la Segunda Guerra Mundial, la idea de ampliar el tamaño y los poderes del gobierno seducía a muchos intelectuales de los Estados Unidos. Como afirmaba Herbert Croly, primer editor de la revista New Republic, en su obra The Promise of American Life (La promesa de la vida americana), llegaría a cumplirse la promesa «no en un ambiente de libertad económica, sino con cierta disciplina, y no debido a la satisfacción desenfrenada de los deseos individuales, sino a una alta dosis de subordinación individual y altruismo». Ni siquiera el terrible colectivismo que comenzaba a surgir en Europa era rechazado por los periodistas e intelectuales «progresistas» de los Estados Unidos. En los primeros meses del New Deal de Franklin Delano Roosevelt, Anne O’Hare McCormick escribió en el New York Times:
Es extraño observar que reina en Washington una atmósfera parecida a la que se vivía en Roma durante las primeras semanas que siguieron a la marcha de los Camisas Negras, o a la que se vive en Moscú al inicio de cada plan quinquenal […] Algo bastante más positivo que la aquiescencia confiere al presidente la autoridad de un dictador. Esta autoridad es un regalo sin ataduras, una especie de poder de representación legal. Hoy en día, América está, literalmente, pidiendo órdenes. El ocupante de la Casa Blanca posee más autoridad que cualquiera de sus predecesores, y preside un gobierno que ejerce más control sobre más actividades privadas que cualquier otro gobierno que haya existido nunca en los Estados Unidos. La Administración de Roosevelt prevé federaciones industriales, laborales y gubernamentales que sigan el ejemplo del modelo de Estado corporativo que existe en Italia.
Aunque algunos liberales, como el periodista H. L. Mencken, se mantuvieron al margen, flotaba en el ambiente una aquiescencia generalizada, tanto intelectual como popular, hacia el gobierno grande. El aparente éxito del gobierno en poner fin a la Gran Depresión y en conseguir la victoria en la Segunda Guerra Mundial, propició la idea de gobierno como sistema que podría resolver toda clase de problemas. Tendrían que pasar todavía unos veinticinco años para que el sentimiento popular comenzara a experimentar de nuevo un rechazo hacia el mega-Estado.
Los economistas austríacos
Mientras tanto, en los momentos más duros del liberalismo, continuaban apareciendo grandes pensadores dedicados a perfeccionar las ideas liberales. Uno de los más notables fue Ludwig von Mises, economista austríaco que huyó de los nazis, primero a Suiza en 1934, y luego a los Estados Unidos en 1940. El libro demoledor de Mises titulado El socialismo: análisis económico y sociológico, demostraba la inviabilidad de esta ideología debido a que la propiedad privada y el sistema de precios eran elementos indispensables a la hora de determinar qué producir y cómo. Su discípulo Friedrich Hayek nos dejó el siguiente testimonio sobre el impacto que el libro de Mises causó en una buena parte de los más altos representantes de la juventud intelectual de entonces:
El nacimiento, en 1922, de El socialismo provocó un fuerte impacto. Consiguió cambiar poco a poco, aunque con fuerza, la visión que tenían muchos jóvenes idealistas que regresaban a las universidades después de la Primera Guerra Mundial. Lo sé porque fui uno de ellos […] El socialismo prometía cumplir nuestras esperanzas de un mundo más racional y justo. Entonces apareció este libro, y nuestras ilusiones se desvanecieron.
Wilhem Roepke fue otro de los jóvenes intelectuales cuyas esperanzas se vinieron abajo por efecto del libro de Mises. Tras la Segunda Guerra Mundial, Wilhem Roepke continuó siendo el asesor principal de Ludwig Erhard, el ministro alemán de economía, el arquitecto del «milagro económico alemán» de los cincuenta y los sesenta. Otros tardaron más tiempo en aprender. Como afirmaba el economista y escritor americano de gran éxito Robert Heilbroner, en la década de los 30, cuando era estudiante de economía, el argumento de Mises sobre la inviabilidad de la planificación socialista «no le había parecido una razón lo suficientemente convincente para descartar el socialismo». Cincuenta años más tarde Heilbroner escribía en la revista New Yorker: «Por supuesto, el tiempo demostró que Mises tenía razón». Más vale tarde que nunca.
El legado más importante de Mises fue La acción humana, un completo tratado de ciencia económica. Desarrolló en él una exhaustiva ciencia económica, a la que definía como el estudio de todos los actos deliberados del hombre. Defensor incondicional del mercado libre, proclamó a diestro y siniestro que toda intervención del gobierno en el mercado tendía a reducir la riqueza y el nivel de vida de la mayoría.
Su discípulo, Friedrich von Hayek, no sólo se convirtió en un economista brillante (ganó el premio Nobel de Economía en 1974) sino que también podría ser considerado el pensador social más importante del siglo XX. Sus libros El orden sensorial, La contrarrevolución de la ciencia, La Constitución de la libertad, y Ley, legislación y libertad, exploran temas que van desde la psicología y el error de aplicar los métodos de las ciencias físicas al estudio de las ciencias sociales, hasta las leyes y las teorías políticas. En su obra más difundida, Camino de servidumbre, publicada en 1944, advierte a las naciones que se encuentran inmersas en la lucha contra el totalitarismo de que la planificación económica no desembocará en la igualdad sino en un nuevo sistema de clases y estatus; no traerá la prosperidad sino la pobreza, y no alcanzará la libertad sino la servidumbre. El libro fue criticado fervientemente por muchos socialistas e intelectuales de izquierda en Inglaterra y en los Estados Unidos, pero fue un éxito de ventas, y quizá fuera éste uno de los principales motivos por los que se ganó el rechazo de los escritores académicos. Indujo, además, a una nueva generación de jóvenes intelectuales a explorar las ideas liberales. El último libro de Hayek, La fatal arrogancia, publicado en 1988 cuando el autor estaba a punto de cumplir los 90 años, supone una vuelta a la inquietud que había ocupado la mayor parte de su búsqueda intelectual: el orden espontáneo, producto de «la acción humana pero no del diseño humano». La fatal arrogancia de los intelectuales, escribió Hayek, es creer que un grupo de hombres inteligentes pueden diseñar una economía o una sociedad mejor de lo que lo harían las aparentemente caóticas interacciones de millones de individuos. Esos intelectuales no se dan cuenta de cuántas cosas ignoran, ni tampoco conocen la manera en que el mercado utiliza todo el conocimiento que cada individuo posee.
Los últimos liberales clásicos
Existió también un grupo de escritores y analistas políticos que contribuyó a mantener vivo el pensamiento liberal. H. L. Mencken es recordado primordialmente por su labor de periodista y crítico literario, pero la política también ocupó una parte muy importante de su reflexión. Su ideal era «un gobierno apenas más visible que la falta total de gobierno». Albert J. Nock (autor de Nuestro enemigo, el Estado), Garet Garrett, John T. Flynn, Felix Morley y Frank Chodorov concentraron sus inquietudes en las expectativas de un gobierno constitucional limitado, en plena aplicación del New Deal, y en la que parecía una clara marcha hacia la guerra asumida por los Estados Unidos durante el siglo XX. Henry Hazlitt, periodista económico, fue el contacto entre estas líneas de pensamiento. Hazlitt escribía en publicaciones como The Nation, New York Times y Newsweek. Publicó, además, una serie de elogios dedicados a la obra maestra de Mises, La acción humana, y popularizó la economía del libre mercado en un pequeño libro llamado Economía en una lección, inspirado en el ensayo Lo que se ve y lo que no se ve de Frédéric Bastiat. De éste, Mencken decía: «Fue uno de los pocos economistas en la historia de la humanidad que realmente sabía escribir».
En el lúgubre 1943, en plena Segunda Guerra Mundial y en medio del Holocausto, en el momento en que el gobierno más poderoso de la historia de los Estados Unidos se había aliado con un poder totalitario para derrotar a otro, tres admirables mujeres publicaron libros que contribuyeron decisivamente a la gestación del movimiento liberal moderno. Rose Wilder Lane, hija de Laura Ingalls Wilder, la autora de La casa de la pradera y otras novelas de individualismo exaltado, publicó un apasionado ensayo histórico titulado The Discovery of Freedom (El descubrimiento de la libertad). Isabel Paterson, novelista y crítica literaria, produjo El dios de la máquina, texto que defiende el individualismo como semilla del progreso en el mundo. Y Ayn Rand publicó El manantial.
Ayn Rand
El manantial es una novela de urbanismo, que versa sobre arquitectura e integridad. El argumento individualista de la obra no encajó muy bien con la cultura de la época, y las críticas se ciñeron sobre ella de una forma devastadora. Consiguió llegar, sin embargo, a los lectores a los que iba dirigida. El libro se vendió modestamente al principio, y más tarde las ventas se dispararon. Dos años después de su primera publicación, aún figuraba en la lista de los libros más vendidos del New York Times. Tuvo cientos de miles de lectores en la década de los cuarenta, que luego se convirtieron en millones, y el impacto de la novela indujo a miles de ellos a buscar más información sobre el pensamiento de su autora. En 1957 la publicación de su segunda novela, La rebelión de Atlas, supuso un éxito aún mayor, y la autora fundó una asociación para reunir a los que compartían su filosofía, a la que ella misma denominaba «objetivista». Si bien la filosofía política de Ayn Rand se enmarcó en el ideal liberal, no todos los liberales compartieron sus opiniones sobre metafísica, ética y religión, y otros se apartaron de ella por la severidad de sus expresiones y por la ferviente devoción de sus seguidores.
Como habían hecho Mises y Hayek, Ayn Rand demostró la importancia de la inmigración, no sólo para la sociedad de los Estados Unidos, sino también para el desarrollo del liberalismo en este país. Mises había huido de los nazis. Rand abandonó su Rusia natal cuando los comunistas tomaron el poder. Después de una de sus conferencias, alguien preguntó: «¿Qué puede importarnos lo que piense una extranjera?». A lo que ella respondió con su habitual pasión: «Yo escogí ser americana. ¿Qué hizo usted, aparte de nacer?».
El resurgimiento en la posguerra
Poco después de la publicación de La rebelión de Atlas el economista Milton Friedman de la Universidad de Chicago, publicó Capitalismo y libertad, obra en la que sostiene que no puede haber libertad política si no existe propiedad privada y libertad económica. El reconocimiento de Friedman entre los economistas, que le valió el premio Nobel de Economía en 1976, se debe a sus escritos sobre economía monetaria. Su obra Capitalismo y libertad, su columna semanal publicada durante muchos años en la revista Newsweek, y su libro Libertad de elegir, publicado en 1980 y transformado en una serie de televisión (Free to choose), le convirtieron en el liberal americano más destacado de su generación. Murray Rothbard fue otro de los economistas destacados que, aunque siguió una trayectoria más discreta, desempeñó una labor fundamental a la hora de desarrollar la estructura teórica del pensamiento liberal moderno y de fundar un movimiento político consagrado a esas ideas. Escribió un tratado magistral sobre Hombre, economía y Estado; una historia en cuatro tomos sobre la Revolución Americana: Conceived in Liberty (Concebida en libertad); una concisa guía sobre la teoría de los derechos humanos y sus implicaciones: La ética de la libertad, y un manifiesto liberal que tuvo muy buena acogida: Hacia una nueva libertad. Publicó, además, un gran número de folletos y artículos en revistas y boletines informativos. Algunos liberales lo comparaban tanto con Marx, el creador de una teoría de política económica integrada, como con Lenin, el dirigente infatigable de un movimiento radical.
El pensamiento liberal recibió un fuerte impulso en el respeto hacia sus intelectuales con la publicación, en 1974, de Anarquía, Estado y utopía, por el filósofo de la Universidad de Harvard, Robert Nozick. Con una mezcla de ingenio e impecable lógica, Nozick examinaba la causa de los derechos y concluía:
Se justifica la existencia de un Estado de tamaño mínimo, cuyas funciones se limiten a proteger a los ciudadanos contra la violencia, el robo, el fraude y a garantizar el cumplimiento de los contratos. No se justifica la existencia de un Estado que exceda esos límites, ya que violará los derechos individuales de libertad para ejecutar ciertos actos. El Estado de tamaño mínimo es fuente de inspiración y rectitud.
En un pasaje más atractivo, Nozick hacía un llamamiento a la legalización de «los actos capitalistas entre adultos anuentes». Esta obra de Nozick, junto con el libro Hacia una nueva libertad de Rothbard y los ensayos de Ayn Rand sobre filosofía política, consiguieron acuñar la definición de la versión estructural del liberalismo moderno, que en esencia resucitaba la ley de igual libertad de Spencer: los individuos tienen derecho a hacer lo que deseen, siempre y cuando respeten los derechos iguales de los demás. La función del gobierno es proteger los derechos individuales contra los agresores extranjeros y los coterráneos que nos matan, violan, roban, asaltan o defraudan. Un gobierno que pretenda realizar funciones adicionales será un gobierno que nos prive de los derechos y libertades que nos han sido otorgados.

El liberalismo en la actualidad

En ocasiones, se acusa al pensamiento liberal de rigidez y dogmatismo, pero conviene recordar que el liberalismo es simplemente un marco estructural básico para las sociedades en las que los individuos libres pueden convivir en paz y armonía mientras persiguen lo que Jefferson denominó «la propia búsqueda de su ocupación y de su perfeccionamiento». La sociedad enmarcada en una estructura liberal es la más dinámica e innovadora de la historia de la humanidad, y así lo demuestran los avances sin precedentes que han tenido lugar desde la revolución liberal de finales del siglo XVIII en la ciencia, la tecnología y en los niveles de vida. En una sociedad liberal, la caridad es una costumbre generalizada derivada de la benevolencia personal, no de la coerción del Estado.
El liberalismo constituye además un marco creativo y dinámico para la actividad intelectual. Hoy en día, son las ideas estatistas las que dan la impresión de haber perdido la fuerza y la actualidad, a la vez que se observa una explosión de ideas liberales en campos como la economía, el derecho, la historia, la filosofía, la psicología, el feminismo, el desarrollo económico, los derechos civiles, la enseñanza, el medio ambiente, la sociología, la bioética, la política exterior, la tecnología y la era de la información, entre otros. El liberalismo ha creado un terreno adecuado para el desarrollo intelectual y la solución de problemas, pero aún debemos perfeccionar nuestra comprensión de la dinámica de las sociedades libres y de las que no lo son.
En la actualidad, continuamos presenciando la evolución intelectual de las ideas liberales. El impacto más fuerte de esas ideas es producto de la creciente red de publicaciones y grupos de investigación de inspiración liberal, del renacer de la tradicional hostilidad americana hacia el gobierno centralizado y, lo que es más importante, de la continua cadena de promesas incumplidas por parte de los gobiernos grandes.

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