Friday, September 30, 2016

El terrorismo en las urnas

Por Álvaro Vargas Llosa

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Es un hecho que, con variantes, se repite con cierta frecuencia en los últimos años. Ahora, Ahmad Khan Rahami, un estadounidense musulmán de origen afgano, ha herido a 31 personas en Nueva York; pudieron ser muchas más las víctimas si los varios artefactos explosivos que colocó en esa ciudad y en el estado de Nueva Jersey hubieran tenido el destino que pretendía. Y, en Minesota, Dahir Adan, un estadounidense musulmán de origen somalí, ha herido a otras 11 personas en un centro comercial.


En cualquier contexto, las reverberaciones de estos hechos en el cuerpo político serían notables. En medio de una campaña electoral de alto tono populista y nacionalista, donde Donald Trump y Hillary Clinton se disputan la Presidencia, son mucho mayores.
Desde los atentados de 2001 contra las Torres Gemelas, han muerto un centenar de personas a manos de atacantes que se declaraban musulmanes y partidarios de organizaciones terroristas islámicas en los Estados Unidos. La lista empieza con el atentado en el aeropuerto de Los Angeles en 2002 y se extiende hasta lo sucedido en el barrio de Chelsea, Nueva York, en días recientes, pasando por la muerte de 49 personas en una discoteca de Orlando este mismo años y, antes, la de otras 14 en San Bernardino en 2015, o la de cuatro en el Maratón de Boston el año anterior, entre muchos casos más.
Todos estos hechos tienen en común una modalidad muy distinta a la de los atentados de 2001. Son casos de terrorismo “home-grown” o “doméstico”, en los que no existe una conexión orgánica con grupos externos aun si los autores de las matanzas eran o son simpatizantes y, como hicieron varios de ellos, viajaron en su momento a lugares donde esas organizaciones extremistas operan.
Esta nueva modalidad es mucho más difícil de contrarrestar, porque no supone, por parte del terrorista, actuar en grupo ni tener una comunicación interceptable por parte de las autoridades con una célula de cómplices, ni tampoco preparar sofisticadamente, en términos logísticos o electrónicos, el ataque que se va a perpetrar. Además, en casi todos los casos los antecedentes de los terroristas “espontáneos” son escasos, no delatan un patrón peligroso. Si bien algunos autores dejan huellas de su conversión radical en internet y quizás en su conducta, por lo general no violan la ley en un sentido que llame la atención preventiva de los aparatos antiterroristas.
Esta secuencia de terrorismo doméstico ha inyectado drama a la campaña electoral porque todos los asuntos, los de política interna y los de política exterior, los migratorios y los financieros, los constitucionales y los éticos, los del ejercicio de la autoridad y los de los derechos civiles, se ven afectados directa o tangencialmente. El temperamento o personalidad de los candidatos, de por sí uno de los grandes asuntos de toda campaña electoral estadounidense, se ven sometidos a una prueba magnificada por el debate en torno a cómo afrontar la amenaza terrorista doméstica de los “espontáneos”.
Los atentados de Nueva York y Minesota volvieron a colocar a Clinton y Trump en los dos polos de la cuestión. Clinton acusó a Trump de ser el “sargento reclutador” de los terroristas domésticos porque sus posturas han convertido el enfrentamiento en un choque religioso, exactamente lo que conviene al Estado islámico. Habiendo unos tres millones de musulmanes en Estados Unidos, ese clima de violencia religiosa, según Clinton, está contribuyendo a dar al Estado Islámico un poder de persuasión añadido dentro de la comunidad mahometana estadounidense.
Por su parte, Trump sostuvo que el retorno de las tropas estadounidenses a Irak, junto con una política migratoria sumamente laxa, ambas cosas bajo responsabilidad de Obama con apoyo de Clinton, ha tiene la culpa de lo que sucede. Según el candidato republicano, la propuesta de aumentar el número de refugiados sirios en Estados Unidos (“en 550%”) demuestra que Clinton es incapaz de entender el peligro y el origen de lo que está pasando. Para él, una vigilancia especial sobre la población musulmana y la aplicación de filtros severos a los musulmanes que viajan o quieren migran a Estados Unidos, junto con una expansión contundente de los poderes de las agencias de inteligencia y orden público atajará la amenaza.
Clinton se presenta como la estadista que entiende el grave peligro y la injusticia de convertir al islam, y a la comunidad musulmana en particular, en el enemigo. Trump se presenta como el macho alfa para el cual proteger a la tribu es un objetivo que justifica la mano dura y cree ingenuo pretender que el islam puede ser deslindado de los violentos que actúan en su nombre. Clinton opta por actuar dentro de los límites constitucionales y las normas establecidas; Trump cree que la emergencia exige estirar esos límites y normas para poder actuar con una latitud sin la cual no se puede derrotar a este tipo de enemigo.
Es un debate que recorre la historia de Estados Unidos, donde el terrorismo tiene muy vieja data y pasó por muchas variantes, desde el relacionado con la ideología hasta el racial o el religioso. La seguridad y la libertad, esos íntimos enemigos, han forcejeado a lo largo de toda la historia constitucional del país.
El siglo XIX vio muchos atentados, el más importante de los cuales fue el asesinato de Lincoln, el ganador de la Guerra Civil, en un teatro de Washington. El siglo XX registra una larga lista de actos terroristas también, todos los cuales suscitaron respuestas que suponían una dura prueba para la Constitución y el equilibrio entre seguridad y libertad. Un activista sindical mató a más de 20 personas en el periódico Los Angeles Times en 1910, por ejemplo. Otros atentados perpetrados desde la izquierda ideológica, verbigracia el de 1938 cerca de un banco, que dejó sin vida a 38 personas, conmocionaron al estamento político.
Hubo también el terrorismo del nacionalismo puertorriqueño en distintos momentos de los años 50 y 60, que incluyó el secuestro de un avión en 1961.
Durante el gran enfrentamiento por los derechos civiles de la población afroamericana, surgió la violencia de grupos radicales negros y la contraviolencia de grupos de extrema derecha racistas (la nueva encarnación del histórico y sangriento Ku Klux Klan fue parte de ese período). En los años 60 y 70, numerosos episodios mortales crearon zozobra en el país. La violencia religiosa de derecha, relacionada con asuntos como el aborto y otros temas valóricos, también marcó una época como reacción a las prácticas que sucedieron a la decisión de la Corte Suprema conocida como “Roe v. Wade”.
Incluso llegó a haber atentados perpetrados por gobiernos extranjeros contra ciudadanos de esos países en Estados Unidos, el más famoso de los cuales es el que segó la vida de Orlando Letelier por el Sheridan Circle a manos del pinochetismo en los años 70.
En las décadas recientes, han sido sobre todo dos las fuentes de atentados terroristas. Han predominado el fanatismo islamista (el primer atentado contra las Torres Gemelas se produce en 1993) y el radicalismo con ribetes anarquistas contra edificios públicos (como el ataque de Oklahoma en 1995).
Aunque es común asociar la violencia terrorista posterior a 2001 con el fundamentalismo islámico, no puede dejarse de lado que el extremismo de grupos fanáticos de derecha ha seguido presente. Unas 48 personas han muerto a mano de ese tipo de actos violentos en los últimos 15 años. Hay quienes, como el sociólogo de la Universidad de Carolina del Norte, Charles Kurzman, sostienen que hay una muy desproporcionada cobertura mediática y énfasis político en los atentados perpetrados por musulmanes que da una dimensión nada realista al problema que enfrenta Estados Unidos. Desde 2001, sostiene, han muerto en este país 230 mil personas por violencia común, una cifra infinitamente superior a la de quienes han muerto por atentados cometidos por musulmanes domésticos.
No hay duda de que en la era “post 11 de septiembre”, en la era “Isis” (Estado Islámico) y en la era “Snowden”, son los atentados del fundamentalismo islámico y la respuesta del aparato de inteligencia y apliación de la ley lo que va a prevalecer en el debate público.
Lo cierto es que esos atentados están ocurriendo con frecuencia. ¿Por qué falla tanto la seguridad? El Estado Islámico, en parte por sus limitaciones, hace llamados constantes a los musulmanes a atentar por su cuenta contra objetivos de países enemigos. Utiliza técnicas informáticas muy sofisticadas y pone a disposición de quien quiera usarlas herramientas para poder perpetrar atentados sin necesidad de una organización. Esto incluye manuales para fabricar bombas con componentes que se pueden pedir por internet. Ahmad Rahami, por ejemplo, compró todos sus componentes por internet.
Muchos de estos terroristas espontáneos, no entrenados ni vinculados orgánicamente a grupos terroristas, a menudo resultan haber sido investigados por el FBI y dejados en libertad sin cargos ni vigilancia. El propio Rahami fue arrestado en 2014 por apuñalar a un hermano y su padre lo denunció porque sospechaba que podía ser terrorista. El FBI lo investigó y no lo consideró un peligro aun cuando viajó muchas veces a Pakistán y Afganistán y uno de esos viajes tuvo como destino Quetta, bastión de los talibanes.
Algo similar había sucedido con Omar Mateen, el autor del atentado de Orlando: el FBI lo sacó de una lista de sospechosos de terrorismo a pesar de sus vínculos con Moner Mohammad Abu-slha, un terrorista suicida, y de sus viajes a Arabia Saudita.
Ni Clinton ni Trump han propuesto nada que ofrezca garantías todavía. La política de Clinton -reforzar la vigilancia- es la misma que se sigue desde 2001. La de Trump -expandir los poderes de los aparatos de inteligencia y seguridad- es la misma que aplicó George W Bush y que tanta polémica desató por constituir un recorte de los derechos civiles (el caso “Snowden” es emblemático de ese enfrentamiento entre partidarios de quienes creen que hay que sacrificar algo más de libertad en aras de la seguridad y quienes se oponen en nombre de la Constitución). El componente adicional que propone Trump -hacer de los musulmanes un objetivo prioritario- no garantiza que futuros “espontáneos” sin antecedentes ni vínculos terroristas sientan súbitamente el llamado y actúen por su cuenta.
Estamos, pues, ante una reedición del viejo y fascinante enfrentamiento entre seguridad y libertad. Lo que no está todavía claro es a quién benefician los atentados. A ojos de los votantes, ¿benefician a Trump porque le dan la razón respecto de los musulmanes? ¿O benefician a Clinton porque, en un mundo tan riesgoso, se necesita alguien con la cabeza fría que no ceda a la tentación de una reacción contraproducente?

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