Tuesday, September 20, 2016

El problema de la democracia: Maslow frente a Hoppe


 
[Extraído del Capítulo 24 de Property, Freedom, and Society: Essays in Honor of Hans-Hermann Hoppe]
H.L. Mencken describía a los políticos como “hombres que, en un momento u otro, han comprometido su honor, ya sea tragándose sus convicciones o gritando de alegría por algo que creen que no es cierto”.[1] “En él permanece la vanidad”, escribía Mencken, “pero no el orgullo”.[2]
El “sabio de Baltimore” entendía correctamente que para ser elegido y seguir siendo elegido en la política estadounidense para cualquier cargo a tiempo completo hace falta suspender cualquier ética o buen sentido que pueda poseer una persona. Incluso quienes empiezan sus carreras políticas con las mejores intenciones y tienen capacidades medibles que les harían tener éxito en cualquier campo pronto se dan cuenta de que las habilidades requeridas para tener éxito en política no son las requeridas fuera de la política.



Lew Rockwell explica que, mientras que la competencia en el mercado mejora la calidad, la competencia en política hace exactamente lo opuesto:
Las únicas mejoras tienen lugar en el proceso de hacer cosas malas: mentir, engañar, manipular, robar y matar. El precio de los servicios políticos aumenta constantemente, ya sea en dólares fiscales pagados o en sobornos para protección (también conocidos como contribuciones de campaña). No hay obsolescencia, ni planeada, ni de ningún tipo. Y, como es conocido que argumentó Hayek, en política, los peores llegan a lo más alto. Y no hay responsabilidad: cuanto más alto es el cargo, más puede evitar un persona responder por actividades criminales.[3]
Así que esto convierte en “una imposibilidad psíquica para un caballero tener algún cargo bajo la Unión Federal”, escribía Mencken.[4] La democracia hace posible que el demagogo inflame la infantil imaginación de las masas “en virtud de su talento para la tontería”.[5] El rey puede hacer lo mismo en una monarquía, pero solo en virtud de su nacimiento.
Esto contrasta enormemente con el orden natural, como explica Hans-Hermann Hoppe en su obra monumental, Democracy: The God that Failed, en el que “propiedad privada, producción intercambio voluntario son las fuentes últimas de la civilización humana”.[6] Este orden natural, señala Hoppe, debe mantenerlo una élite natural, que llegaría a estos puestos de “autoridad natural”, no por elecciones, como en el caso de una democracia, o por nacimiento, como en el caso de una monarquía, sino por sus “logros superiores de riqueza, sabiduría, valentía o una combinación de todas ellas”.[7] Es exactamente lo contrario de lo que Mencken y Rockwell describen como una característica de la democracia.
Por el contrario, la democracia da a cualquiera la oportunidad de considerar a la política como una carrera. No hay necesidad de que las masas reconozcan a una persona como “sabia” o “exitosa”, como requeriría el orden natural de Hoppe. Tampoco hace falta haber nacido en la familia gobernante, como pasa en la monarquía. Como dijo una vez el gran humorista estadounidense Bob Hope, que en realidad había nacido en Inglaterra: “Dejé Inglaterra con cuatro años, cuando descubrí que no podía ser rey”. Tal vez porque sabe que nunca podrá tener el trabajo del príncipe Carlos, Sir Richard Branson (hecho caballero por “servicios a la empresa”) sigue en los negocios y parece ser que posee 360 empresas.
Pero, como explica Hoppe, las democracia se han extendido y desde la Primera Guerra Mundial se ha considerado como la única forma legítima del gobierno. A su vez, muchas personas que han tenido éxito en otros ámbitos se presentan a cargos políticos o se están haciendo políticamente activas. Por ejemplo, cada vez más millonarios se suman a la arena política. Mientras que los magnates de la generación anterior mantenía su privacidad y solían desear el aislamiento, líderes actuales de la industria como Ross Perot, Michael Bloomberg y Jon Corzine se están presentando a cargos públicos.
Y aunque Warren Buffett, Bill Gates y George Soros no hayan buscado cargos públicos personalmente, gastan millones de dólares en contribuciones políticas y se ven cómo tratan de influir en los debates públicos sobre asuntos políticos, cuando evidentemente su tiempo se gastaría de una manera más productiva (tanto suyo como de todos los demás) en otros empeños creadores de riqueza. Además, un cuarto de todos los miembros de la Cámara de Representantes y un tercio de los miembros del Senado son millonarios.[8]
Puede que haya políticos que busquen cargos públicos por el dinero, pero muchos de dichos cargos electos ya son ricos para los patrones de la mayoría la gente. ¿Qué hace que los ricos y exitosos quieran tener un cargo? ¿Es que, como describe Charles Derber en  The Pursuit of Attention: Power and Ego in Everyday Life, los políticos desde “César y Napoleón se han guiado por sus egos arrogantes y un hambre insaciable de adulación pública”?[9]
La obra del psicólogo Abraham Maslow  puede proporcionar una respuesta a por qué incluso empresarios de éxito optarían a un cargo público. Maslow es famoso por su teoría de la “jerarquía de necesidades”, que se enseña en la mayoría de las clases de dirección de empresa de las universidades estadounidenses.
La teoría generalmente se presenta visualmente una pirámide, con las necesidades humanas más bajas o más básicas (las necesidades fisiológicas) mostradas como una capa a lo largo de la base de la pirámide. La opinión de Maslow era que las necesidades humanas básicas (sed, hambre, respiración) deben satisfacerse antes de que los humanos puedan lograr o preocuparse por cualquier otra cosa. La siguiente franja de la pirámide, mostrada encima de la necesidad fisiológica, es la necesidad de seguridad. Después de satisfacer hambre y sed, a los humanos les preocupa su supervivencia continua. Si un hombre está constantemente preocupado por que le coma un tigre, no le preocupan muchas más cosas.
La siguiente capa representada en la pirámide de Maslow es la necesidad de afiliación, que se encuentra inmediatamente por encima de la necesidad de seguridad. Después de la satisfacción de las dos necesidades inferiores (fisiológica y de seguridad), una persona busca amor, amistad, compañía y comunidad. Una vez se satisface esta necesidad, según Maslow, los seres humanos buscan reconocimiento. Estas primeras cuatro necesidades se consideran necesidades de déficit. Si le faltan a una persona, hay una motivación para cubrir esa necesidad. Una vez se cubre la necesidad concreta, la motivación desaparece. Esto hace de estas necesidades diferentes de la que está en lo alto de la pirámide de Maslow, la necesidad de autorrealización. La necesidad de autorrealización no se satisface nunca y Maslow se refiere a ella como una necesidad del ser: sé todo lo que puedas ser.
Así que los seres humanos luchan continuamente por satisfacer sus necesidades y, a medida que se satisfacen más necesidades básicas, los seres humanos suben por la pirámide, por decirlo así, para satisfacer necesidades de nivel superior. Por supuesto distinto seres humanos alcanzan distintos niveles y, en opinión de Maslow, sólo un 2% de seres humanos llega a la autorrealización.
Maslow estudió algunas personas famosas junto con una docena de tipos no tan famosos y desarrolló algunos trazos de personalidad que eran propios de las personas a las que juzgaba en fase de autorrealización. Aparte de ser creativos e inventivos, los autorrealizantes tenían una ética fuerte, se reían de sí mismos, mostraban humildad y respeto por otros y resistencia a la endoculturación y disfrutaban de la autonomía y la soledad en lugar de las relaciones superficiales con muchas personas. Creen que los fines no justifican necesariamente los medios y que los medios pueden ser fines en sí mismos.
Se ve fácilmente que los autorrealizantes de Maslow no tienen nada en común con los políticos en la democracia, pero se ajustan bastante al perfil que describe Hoppe de la élite natural que lideraría un orden natural.
Pero un paso por debajo de lo alto de la pirámide de la jerarquía de necesidades está la necesidad de reconocimiento. Maslow describía dos tipos de reconocimiento necesarios, según un experto en Maslow, el Dr. C. George Boeree: una necesidad de reconocimiento inferior y otra superior. Y mientras que la forma superior de reconocimiento requiere atributos saludables como libertad, independencia, confianza y éxito, la forma inferior “es la necesidad de respeto de otros, la necesidad de status, fama, gloria, reconocimiento, atención, reputación, apreciación, dignidad, incluso dominio”.
“La versión negativa de estas necesidades es una baja autoestima y un complejo de inferioridad”, describe el Dr. Boeree. Maslow creía que [Alfred] Adler había descubierto realmente algo cuando propuso que esto estaba en la raíz de muchos, si no todos, nuestros problemas psicológicos”.[10]
Ahora vemos las cualidades mostradas por prácticamente todos los políticos en la democracia: la necesidad constante de status y reconocimiento. Los fines (compensar un complejo de inferioridad), justifican cualquier medio maquiavélico.
Como la democracia está abierta a cualquiera que pueda ser elegido (ya sea mediante relaciones, personalidad o riqueza personal) es un sistema social en el que los puestos de liderazgo se convierten en caldo de cultivo para sociópatas. El hombre autorrealizante de Maslow no tendría interés por la política. Pero los que se encuentran con la necesidad de reconocimiento se ven atraídos como moscas a la miel.
Con el liderazgo en manos tan disfuncionales, no resulta sorprendente. “En comparación con el siglo XIX, la pericia cognitiva de las élites políticas e intelectuales y la calidad de la educación pública han disminuido”, escribe Hoppe en Democracy.[11] “Y las tasas de delincuencia, desempleo estructural, dependencia de la ayuda social, parasitismo, negligencia, imprudencia, falta de civismo, psicopatía y hedonismo han aumentado”.[12]
Así que, aunque el electorado se dé cuenta de que está eligiendo, en el mejor de los casos, incompetentes y, en el peor, bandidos, el lema constante e ingenuo a favor de la democracia es que “basta con que elijamos a las personas correctas”.
Pero las personas correctas no se presentan (ni se presentarán) para cargos públicos. En su lugar, continuaremos teniendo “ legislador estadounidense medio [que] no sólo es un burro”, como escribía Mencken, “ sino también un tipo oblicuo, siniestro, depravado y bribón”.[13]

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