Tuesday, September 13, 2016

Así, el terror gana

Por Alberto Benegas Lynch (h)

(Artículo publicado originalmente el 10 de septiembre de 2006)
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La ley federal estadounidense prohibía a la tripulación de los aviones estar armada, a pesar de haberse inventado instrumentos que no producían detonación. Por esto es que los sucesos criminales del 11 de septiembre pudieron llevarse a cabo con cuchillitos de plástico. Ya hemos dicho que el blanco debería haber sido Al-Qaeda en Afganistán (donde se enviaron tropas apenas equivalentes al total de la policía de Nueva York). Ya dijimos que el ataque a Irak fue una patraña, tal como lo reveló, entre otros, el Asesor de Seguridad de cuatro presidentes estadounidenses, Richard Clarke.


Bajo la truculenta figura de la “invasión preventiva” se alentó a que muchos musulmanes se sintieran atacados y se hizo posible que el fanatismo encontrara buen ambiente para sus aventuras demenciales, lo cual no debe hacernos perder de vista que una cosa es un criminal y otra es alguien que profesa cierta fe religiosa. De lo contrario, nos haríamos eco de quienes alimentan guerras religiosas, desviando la atención del problema del terrorismo.
Ya dijimos también que resulta absurdo que, en nombre de la seguridad, es decir, para proteger los derechos individuales, se los conculque anticipadamente, con lo que, en la práctica, se le otorga la victoria al terrorismo. Esto ocurre con la llamada “ley patriota” en los EEUU y otros dislates conexos que autorizan la invasión al secreto bancario, escuchas telefónicas, detención sin juicio previo e incursión en domicilios sin orden de juez.
Cuando existe información sobre la posibilidad de un atentado, deberían descentralizarse todo lo que resulte posible las defensas y las medidas precautorias. Por ejemplo, si la información es que se planea atacar líneas comerciales en pleno vuelo, esto debe ser compartido con las aerolíneas y estas a su vez, de acuerdo con sus clientes, tomarán las medidas que consideren pertinentes sin que los gobiernos decreten políticas que deben ser acatadas por todos. En este último caso, no hay posibilidad de filtrar los errores tan comunes en la información de los gobiernos y no permite responder con medidas diversificadas y más efectivas, ya que el conocimiento disperso ofrece mejores soluciones que la concentración de información.
Ahora bien, ¿qué hacer de aquí en adelante con un enemigo encapuchado y cobarde que usa como escudo y como blanco a poblaciones civiles? Pues, responder a los ataques con el rigor necesario, pero no adelantarse y hacer la faena que hubieran realizado los terroristas en cuanto al establecimiento de un estado policial.
La sociedad abierta implica riesgos. Para eliminarlos habría que destinar un policía a cada ciudadano hasta cuando duerme, con lo que el Gran Hermano orwelliano haría desaparecer la libertad y la seguridad. No cabe la disyuntiva. Preguntarse si es mejor ser esclavizado por A o por B resulta tan torpe como preguntarse ¿qué es mejor, ser asesinado por un “amigo” o por un enemigo?
Por último, vale la pena meditar sobre un interrogante de mayor peso y envergadura: ¿es mejor vivir como un esclavo o morir como un hombre libre? Podríamos seriamente afirmar que es mejor renunciar a la condición humana y vivir como animales una vida más larga o una más corta como seres humanos.
El miedo no es un buen consejero. La angustia y alarma por los procedimientos abominables del terror no deben hacer que se pierda la brújula. Estamos viviendo momentos muy graves. Si no estamos en guardia, resultará que la estrategia del terrorismo será la más efectiva para convertir a este planeta en un enorme Gulag.

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