Tuesday, August 30, 2016

Entre el instinto y la razón

Gabriela Calderón de Burgos considera que "cuando concebimos un 'gran plan' debemos ser escépticos acerca de la posibilidad de que resulte tal como esperamos. Esta es una advertencia que deben tener presente particularmente los políticos que andan ocupados, entre otras cosas, haciendo listas arbitrarias de lo que es y no es comida chatarra o queriendo decirle a la gente qué tipo de cocina tener en su casa".

Gabriela Calderón de Burgos es editora de ElCato.org, investigadora del Cato Institute y columnista de El Universo (Ecuador).
Probablemente todos alguna vez fuimos arrogantes y albergamos una nostalgia por volver a la tribu. Muchos todavía sufren de ambos defectos. En su Teoría de los sentimientos morales Adam Smith decía:
“El hombre doctrinario…se da ínfulas de muy sabio y está casi siempre tan fascinado con la supuesta belleza de su proyecto político ideal que no soporta la más mínima desviación de ninguna parte del mismo…Se imagina que puede organizar a los diferentes miembros de una gran sociedad con la misma desenvoltura con que dispone las piezas en un tablero de ajedrez. No percibe que las piezas del ajedrez carecen de ningún otro principio motriz salvo el que les imprime la mano, y que en el vasto tablero de la sociedad humana, cada pieza posee un principio motriz propio, totalmente independiente del que la legislación arbitrariamente elija imponerle”.1



De manera que cuando concebimos un “gran plan”, debemos ser escépticos acerca de la posibilidad de que resulte tal como esperamos. Esta es una advertencia que deben tener presente particularmente los políticos que andan ocupados, entre otras cosas, haciendo listas arbitrarias de lo que es y no es comida chatarra o queriendo decirle a la gente qué tipo de cocina tener en su casa. Hay que tener cuidado de no caer en la arrogancia de creer que uno sabe más que el que se está comprando un bolón lo que le conviene comer. 
También nos vendría bien la tolerancia de distintas opiniones, gustos y formas de vivir, lo contrario sería un retorno al tribalismo. El filósofo austriaco-inglés Karl R. Popper definía al tribalismo en La sociedad abierta y sus enemigos como “la asignación de una  importancia suprema a la tribu, sin la cual el individuo no significa nada en absoluto”.2 Él fue uno de los primeros filósofos en argumentar que el comunismo y el fascismo, lejos de ser antípodas, tenían una esencia en común: el colectivismo o tribalismo.
Es cierto que, como decía Popper, en una sociedad cerrada hay una sensación de seguridad, no hay lucha de clases, no hay responsabilidad individual sino del grupo. Cada persona tiene un papel que jugar dentro de la tribu y debe contentarse con desempeñarlo. Popper explica que “aunque dicha sociedad puede que esté basada en la esclavitud” esto puede que no sea un problema ya que sería una esclavitud como aquella de “los animales domesticados”. No son libres, pero puede que tengan un amo benevolente.
La sociedad abierta, en cambio, es aquella donde las personas se enfrentan a la incertidumbre y se ven obligadas a asumir la responsabilidad individual de sus actos. Pero son libres. Esto asusta a muchos y va en contra de nuestros instintos más primitivos de querer imponerle a los demás nuestros gustos, como en la era tribal.
Pero esa es la historia del progreso humano. El Premio Nobel de Economía F.A. Hayek considera que dicho progreso fue capaz gracias a aquello que yace “entre el instinto y la razón” y que es precisamente “la evolución cultural y moral” que hace posible un complejo orden espontáneo que no fue el resultado del instinto tribal —que muchas veces se opone a este— ni tampoco de la razón —que es incapaz de entender completamente cómo funciona o de crearlo si se lo propusiera.3

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