Thursday, July 21, 2016

Evo, rumbo a la eternidad

Evo, rumbo a la eternidad

Por Álvaro Vargas Llosa
Evo Morales llegó al poder en 2006 bajo un halo de santidad cultural: era el redentor de los pueblos originarios, cuya “chompa”, que exhibió con orgullo durante su primera gira internacional, simbolizaba, de cara al Occidente culpable y culposo, un acto de justicia histórica. El mundo le abrió los brazos, se sintió bien haciéndolo sentir bien a él, y aplaudió que los pueblos originarios largamente oprimidos se viesen por fin reivindicados mediante el ascenso al poder, por la vía de instituciones occidentales que representaban al opresor, de este hijo de Oruro que había tumbado gobiernos perversos y extranjerizantes, y había despertado el fervor de las masas cobrizas.
Dicho relato, que como todos los relatos políticos tenía un porcentaje de verdad y un mucho de mentira, coincidió con uno de esos periodos de bonanza económica derivada de los precios de las materias primas de los que está jalonada la historia moderna de América Latina (también la anterior, por cierto).


La combinación era potente: un relato hecho de pasado y futuro (el pasado estaba encarnado en el mito y el futuro, en la utopía) al que era posible darle contenido gracias a un torrente de dólares provenientes de las renta gasífera y mineral. No importaba que el relato tuviese tantos agujeros como un queso gruyère, empezando por el hecho de que Evo es un mestizo cuyo idioma es el castellano y no un indígena formado en la lengua aymara. El relato, en política, es comúnmente un ejercicio de imaginación tanto de quien lo recibe como de quien lo ofrece, pues es la construcción de una ficción en la que los que la hacen suya quieren creer. Pero si, además, ese relato viene acompañado de unos hechos concretos que parecen validarlo, el efecto político es muy profundo. De allí la gran popularidad que los bolivianos han derramado sobre el ego de Evo en todos estos años: lleva una década gobernando y se prepara para triunfar, este 21 de febrero, en el referéndum que le permitirá presentarse a un cuarto mandato en 2019 para ejercer la Presidencia desde 2020 hasta 2025, fecha del bicentenario de la independencia boliviana. Luego, podrá presentarse de forma indefinida cada cinco años porque no hay -no habrá- barrera que se lo impida.
Esto, a menos que los bolivianos decidan, dentro de tres semanas exactamente, votar al “No” y cerrarle las puertas de la eternidad. Muchos sondeos dicen que el “No” tiene más respaldo que el “Sí”, aunque también los hay que señalan lo contrario y, en todo caso, en parte como sucede en Venezuela cada vez que hay comicios, el ambiente en que se desarrolla el proceso ofrece cualquier cosa menos garantías.
La OEA ha objetado el padrón electoral, ha habido protestas dentro y fuera del país por los nuevos o redivivos juicios contra funcionarios de gobiernos anteriores o instituciones críticas de Palacio Quemado, y los gremios de la prensa han hecho sentir su rechazo al cierre de una emisora, mientras que algunos se han solidarizado con periodistas despedidos. La propaganda oficial, un verdadero “juggernaut” que busca no tanto convencer como demoler, ha triturado a cuanto crítico se ha puesto enfrente con acusaciones temibles; no hay empresa mínimamente relacionada con alguien distante del gobierno que no esté bajo investigación o amenaza.
Aun así, no es seguro que Evo gane porque, como lo indicaba hace muy pocos días el sondeo de Ipsos, el rechazo a su re-re-re-reelección en el poder es muy alto. Todo indica que roza el 50 por ciento, aunque hay muchos sondeos donde supera por poco el 40 por ciento porque un porcentaje de quienes quieren un cambio de gobierno camuflan sus intenciones: están comprensiblemente intimidados.
No hay manera, en este clima, de pronosticar nada. Pero hay muchos síntomas de que está sucediendo entre un amplio número de bolivianos lo que le pasó a muchos venezolanos y argentinos en su momento: el deterioro económico y social, o al menos, en el caso boliviano, el anuncio de un deterioro inminente, está revalorizando ciertas nociones republicanas, como la separación de poderes, el Estado de Derecho y la alternancia en el gobierno, de manera que el atropello a la democracia forma ahora parte importante de la lucha de muchos líderes y seguidores del “No”.
No es difícil de entender por qué la defensa de la democracia no fue una causa eficaz contra Evo hasta ahora. Durante años Bolivia vivió un verdadero cuento de hadas que hizo parecer al “Nuevo Modelo Económico, Social, Comunitario y Productivo” un grandioso instrumento de justicia. Entre 2006 y 2014, la renta petrolera le supuso al gobierno ingresos de 28 mil millones de dólares, cuatro veces el tamaño de la economía antes de que Evo llegase al Palacio Quemado. El monto del PIB en la actualidad, unos 32 mil millones, refleja esa bonanza, que ha significado un aumento descomunal del gasto corriente y de las inversiones estatales: el gasto público supera largamente el 40 por ciento del PIB, situándose a niveles de Estado de Bienestar europeo. El ministro de Economía, Luis Arce, bajo la dirección del vicepresidente Álvaro García Linera, ha ido subvencionándole la vida a millones de bolivianos y construyendo toda clase de obras públicas, útiles e inútiles. Evidentemente, esto se ha reflejado en las cifras de crecimiento y en la vida de las gentes.
Un solo dato dice mucho de la satisfacción de los bolivianos, o una gran parte de ellos, en estos años: la extrema pobreza se redujo de 38% a 17%. La clase media creció y se “sensualizó”, accediendo al cuerno de la abundancia.
Pero el modelo tenía pies de barro: dependía de los precios y el gasto estatal. Ahora, la renta vinculada a las materias primas ha caído 35 por ciento y las reservas, que llegaron a sumar el equivalente a casi la mitad del PIB, caen por primera vez desde que Evo llegó al poder. Inevitablemente, el nivel faraónico de gasto público no se ha reducido y por tanto el déficit fiscal ha empezado a notarse en serio. Se calcula que puede llegar a 7 por ciento del PIB. Para un gobierno que se preciaba de una gestión, son datos demoledores.
Evo, que depende del precio del gas y de los minerales, sabe bien cuál es la tendencia. No ignora, además, que tendrá que renegociar a la baja los contratos de gas con Brasil y Argentina, que están por encima del mercado, cuando se venzan en 2019. De allí la premura en forzar el referéndum del 21 de febrero mediante una ley impuesta en la Asamblea legislativa el año pasado, cuando Evo estaba en la fase inicial de su nuevo mandato. Si el efecto del cambio de fortuna económica ya se siente en las encuestas, cómo sería en el caso de que el gobierno esperase a 2017 o 2018 para el referéndum. El “No” tendría, presumiblemente, un caudal tan grande respaldo, que haría falta un fraude demasiado abultado y evidente.
El referéndum boliviano es aleccionador con respecto a lo que ha pasado en América Latina en la última década y media: el surgimiento de la nueva variente de la dictadura o régimen autoritario. Ya se sabe que la historia de esta parte del mundo es rica en regímenes de fuerza y que presenta un abanico extenso de modalidades. El nuevo autoritarismo, de corte populista, lo inauguró no tanto Hugo Chávez como Alberto Fujimori, sólo que fue Chávez, con el discurso socialista, el que bautizó a la nueva corriente de la que Evo forma parte. Consiste en desmontar las instituciones republicanas desde adentro, vaciándolas de contenido, sometiéndolas a la voluntad del gobernante, convirtiéndolas en instrumentos prolijos de la perpetuación en el mando pero también de la ejecución de las decisiones presidenciales bajo unas formas que no pierdan su apariencia republicana.
Es un tipo de sistema sofisticado, que hace muy difícil hablar, propiamente, de dictadura porque preserva muchos rasgos del sistema democrático y permite la actuación pública y organizada de una oposición. Se mantienen muchas de las características democráticas aun cuando se anula, en la práctica, la separación de poderes, la alternancia en el gobierno y el Estado de Derecho. Esta “franquicia” chavista tiene, en la Bolivia de Evo Morales, una de sus encarnaciones más exitosas gracias a los elementos mencionados más arriba.
Evo llegó al poder en 2006 tras ganar los comicios de 2005. Debía finalizar su mandato en 2011 pero, a base de avasallar a la oposición, logró, con el acuerdo de parte de ella, que se aprobase la ley 3941 para liquidar a la vieja república y reemplazarla por el Estado Plurinacional de la actualidad. El proceso no estuvo exento de violencia (muchos recuerdan la matanza del Hotel Las Américas en Santa Cruz o de El Porvenir en Pando) pero, en un clima de alta aprobación del gobierno, pocos se atrevían a ver en esto un equivalente al golpe de Estado.
La modificación abrió las puertas a todo lo demás, incluida la Constitución de 2009 que permite una reelección inmediata. Convocadas nuevas elecciones, Evo, triunfador, debía gobernar sólo hasta 2015, cuando se cumplía el fin de su segundo y último mandato. Pero en 2014 convocó nuevas elecciones, que la oposición observó porque la Constitución diseñada por el propio Evo Morales y su partido, el MAS, sólo autoriza dos mandatos consecutivos. La disputa terminó en el Tribunal Constitucional, que dio luz verde a la nueva elección de Evo con un argumento delicioso, todo un emblema del Nuevo populismo autoritario: por haber sido el Estado Plurinacional creado en 2009, la primera elección de Evo Morales no cuenta. Por tanto tenía derecho a un nuevo periodo si triunfaba. Triunfó y debía gobernar hasta 2020. Es decir: en las elecciones de 2019 en que se elegirá al gobernante del periodo 2020-2025, el actual gobernante boliviano ya no tiene derecho a participar.
El sistema, sin embargo, está diseñado para que toda norma sea letra muerta si la voluntad del caudillo se empina por encima de ella (uno de los rasgos distintivos del populismo, tanto de izquierda como de derecha). De allí que en la segunda mitad del año pasado Evo y su Vicepresidente, el profesor marxista y en cierta forma ideólogo del régimen, decidieran imponer una nueva ley para que el gobernante palpe la eternidad. El trámite pasa por el referéndum del 21 de febrero.
Así, la legalidad se vuelve una arcilla que amolda a su capricho quien ostenta el poder. La normatividad emana enteramente de la voluntad del gobierno en lugar de estar quien ejerce el poder sometido a unas leyes superiores e impersonales. En el autoritarismo populista del siglo 21 latinoamericano, un señor que quiere gobernar para siempre sólo tiene que ordenar a los suyos que le organicen esa posibilidad adaptando las instituciones y las reglas a su objetivo.

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