Fueron años interminables de lujuria, con todos los vicios imaginables y más, los peores excesos. Disfrutaba la vida y no quería cambiar absolutamente nada. El poder y el dinero se acumulaban, todos le rendían pleitesía y muchos, la mayoría, le tenía miedo. Pocos osaban oponérsele. Pero pasó lo que tenía que pasar: en 1982, el doctor le dijo: bajas de peso o te mueres. Juan G. entendió el mensaje y se puso a dieta. Pero no entendió todo el mensaje: él no quería cambiar más que los indispensable: ¿para qué cambiar si todo está excelente? Lo operaron y regresó a un peso sostenible: de casi 150 kg pasó a 70 pero no cambió su estilo de vida. Sus privilegios y los de toda su cohorte no estaban en discusión, independientemente de lo que le dijeran los médicos. Ni su ropa. Ahí comenzaron los remiendos, los parches y los arreglitos.



El otrora gordo caminaba por las calles con una ropa enorme que no le quedaba. Se atoraba cada que daba un paso, golpeaba a los transeúntes sin siquiera darse cuenta. Tanto era el bagaje que no lograba enfocarse. Se le caían los pantalones y la bolsa de la camisa le quedaba a la altura de la nalga. Pero no: no iba a cambiar de ropa porque su integridad histórica era primero. Él no estaba dispuesto a modificar su forma de ser: con la operación había logrado lo que quería, que era sobrevivir y seguir disfrutando, como antes. Si, las circunstancias habían cambiado, pero con un poco de jarabe de pico se podía mantener el ritmo de vida. El mundo le debía la vida y no al revés.
El sistema político nacido al fin de la Revolución se adapta, más o menos, para no cambiar. Está dispuesto a incorporar a nuevos integrantes al paradigma del privilegio (como al PAN y al PRD) pero no a que el país crezca y se desarrolle porque eso implicaría dejar de ser lo que es y para qué es.
Con todo, algunos cambios y ajustes eran indispensables e inevitables, pero siempre y cuando no alteraran lo esencial: no cedería nada. Una costurera la movió la bolsa de la camisa al lugar correcto, más o menos… El talabartero le hizo un cinturón de su tamaño pero la ropa seguía ajustada a las realidades del pasado. Se veía ridículo y sus movimientos eran por demás torpes, pero la vida era para disfrutarse, no para compartirse. De remiendo en remiendo, Juan G. iba por la vida como si nada. Pesaba menos pero sus vicios no habían cambiado ni en lo más mínimo: las fiestas, los excesos, los gastos. Había cambiado para que nada cambiara. Juan Gobierno seguía vivito y coleando. El país, bueno, eso es lo de menos.
En las últimas tres décadas se han llevado a cabo toda clase de reformas. En los ochenta, la crisis dictó lo inevitable, eso que ahora tiene que hacer Brasil: bajar de peso y adecuarse a la realidad mundana. Sin embargo, bajar de peso no fue suficiente: se redujo el gasto pero el país seguía sin funcionar. Fue así como comenzaron las reformas: la liberalización de importaciones, la desregulación de diversos sectores y el TLC. Esto produjo espacios de crecimiento y productividad. El TLC se convirtió en un régimen de excepción porque consistió, de facto, en la adopción de reglas internacionales. Se crearon salvaguardas -ajustes y remedios- para que Juan G. no tuviera que cambiar nada.
Años después vinieron reformas como la penal, que ahora debiera entrar en operación. Lo mismo para la corrupción y la transparencia. En todos y cada uno de estos casos se hizo como que se cambiaba pero con toda la intención de no modificar absolutamente nada de lo esencial: el objetivo no era construir un país moderno y dinámico sino preservar el régimen de privilegios. En lugar de discutir cómo implementar mejor las legislaciones aprobadas, el pleito sigue siendo sobre cómo evadirlas, como crear excepciones para que algo parezca que funciona pero sin cambiar nada.
El sistema político nacido al fin de la Revolución se adapta, más o menos, para no cambiar. Está dispuesto a incorporar a nuevos integrantes al paradigma del privilegio (como al PAN y al PRD) pero no a que el país crezca y se desarrolle porque eso implicaría dejar de ser lo que es y para qué es.
El problema ahora es que algunos de los remiendos que se han adoptado tienen consecuencias y son susceptibles de crear nuevos problemas, algunos potencialmente incontrolables. La reforma penal está incompleta y, de no concluirse en tiempo y forma, llevaría a la inevitable liberación de miles de reos, muchos de ellos violentos y peligrosos. La apertura económica a medias está condenando a niveles de crecimiento perennemente mediocres. El crecimiento del gasto merma el crecimiento. La falta de atención a los problemas de Pemex podría llevar a que la deuda pública crezca otros cinco puntos del PIB o quizá más. Los remiendos tienen límites porque no resuelven nada: lo único que logran es patear el bote hacia adelante hasta que la realidad se torna incontenible y peligrosa. Acaba siendo un auto engaño.
El gobierno -de hecho, el conjunto del Estado- tiene el enorme reto de responder ante una realidad que se deteriora con celeridad. ¿Cómo responderá? Sus opciones no son muchas, pero es claro que puede proceder de dos maneras: por un lado, podría atender lo urgente, aceptando sus errores y duplicidades para salir del hoyo, al menos por un rato. En algunos casos tendría que reconocer la inviabilidad de lo existente (como lo penal) y retractarse para evitar una catástrofe política y social. La alternativa: cambiar el paradigma, comprar ropa nueva y darle una oportunidad al país.