Wednesday, June 15, 2016

Estados débiles, países pobres

Angus Deaton, the 2015 Nobel laureate in economics, is Professor of Economics and International Affairs at Princeton University’s Woodrow Wilson School of Public and International Affairs. He is the author of The Great Escape: Health, Wealth, and the Origins of Inequality.
PRINCETON – Fui criado en Escocia con la enseñanza de que los agentes de policía eran aliados nuestros y que podía pedirles ayuda cuando la necesitase. Imaginen mi sorpresa, cuando tenía 19 años y durante mi primera visita a los Estados Unidos, al recibir una sarta de obscenidades de un policía de Nueva York que dirigía el tráfico en Times Square después de que le pedí instrucciones para llegar a la oficina de correos más cercana. En mi confusión posterior, deposité los documentos urgentes de mi jefe en un bote de basura que, para mí, de verdad se veía como un buzón.
Los europeos tienden a percibir sus gobiernos de manera más positiva que los estadounidenses, para quienes los fracasos y la impopularidad de sus políticos federales, estatales y locales son bastante comunes. Con todo, los distintos niveles de gobierno de los estadounidenses recaudan impuestos y, a cambio, prestan servicios sin los que los ciudadanos no podrían vivir sus vidas con facilidad.


Los estadounidenses, como muchos otros ciudadanos de países ricos, dan por sentado el sistema legal y normativo, las escuelas públicas, la asistencia médica y la seguridad social para adultos mayores, las carreteras, la defensa y la diplomacia, y las fuertes inversiones hechas por el estado en investigación, particularmente en medicina. Ciertamente, no todos estos servicios son tan buenos como podrían ser, ni son tenidos en la misma estima por todos, pero en su mayoría, la gente paga sus impuestos, y si la manera en que se gasta el dinero ofende a algunos esto da lugar a un acalorado debate público, y elecciones regulares le permiten al pueblo cambiar sus prioridades.
Todo esto es tan obvio que apenas y es necesario mencionarlo –al menos para aquellos que viven en países ricos con sistemas de gobierno eficaces–. Sin embargo, la mayoría de la población mundial no vive bajo estas circunstancias.
En muchas partes de África y Asia, los estados carecen de la capacidad para recaudar impuestos o prestar servicios. El contrato entre el gobierno y los gobernados –de naturaleza imperfecta en los países ricos– está a menudo totalmente ausente en los países pobres. El policía de Nueva York se mostró poco más que descortés (y ocupado brindando un servicio); en muchas partes del mundo, la policía se aprovecha de la gente que se supone debería proteger, extorsionándola por dinero o persiguiéndola a nombre de poderosos patronos.
Incluso en un país de ingresos medios como India, las escuelas y clínicas públicas se enfrentan a un absentismo (no castigado) masivo. Los médicos privados le dan a la gente lo que (ellos piensan que) quieren –inyecciones, suero intravenoso y antibióticos– pero el estado no los regula, y muchos médicos no están calificados en absoluto.
En los países en vías de desarrollo, los niños mueren por haber nacido en el lugar equivocado –no debido a enfermedades exóticas e incurables, sino a enfermedades comunes de la infancia que hemos aprendido a tratar hace casi un siglo–. Estos niños continuarán muriendo si no cuentan con un estado capaz de brindar atención médica materno infantil rutinaria.
De igual forma, sin capacidad gubernamental, el control y la aplicación de la ley no funcionan adecuadamente, de modo que a las empresas les resulta difícil trabajar. Sin tribunales civiles que funcionen debidamente, no hay garantías para que los empresarios innovadores puedan exigir las recompensas de sus ideas.
La ausencia de capacidad estatal –es decir, de los servicios y la protección que la gente en los países ricos da por sentado– es una de las principales causas de pobreza y marginación alrededor del mundo. Sin estados eficaces que trabajen junto a ciudadanos activos y comprometidos, hay pocas probabilidades de que tenga lugar el crecimiento que se necesita para eliminar la pobreza mundial.
Desafortunadamente, los países ricos del mundo están empeorando las cosas en la actualidad. La ayuda externa –las transferencias de los países ricos a los países pobres– tiene un gran mérito, especialmente en términos de la asistencia médica, gracias a la cual, muchas personas, que de otra manera habrían muerto, están vivas hoy en día. No obstante, la ayuda externa también debilita el desarrollo de la capacidad estatal local.
Esto se hace más evidente en países –principalmente en África– en donde el gobierno recibe ayuda directamente y las corrientes de ayuda están relacionadas en gran medida al gasto fiscal (a menudo más de la mitad del total). Tales gobiernos no necesitan de un contrato con sus ciudadanos, de parlamento ni de un sistema de recaudación de impuestos. Si deben rendirle cuentas a alguien, es a los donantes; pero incluso esto falla en la práctica, porque los países donantes, bajo la presión de sus propios ciudadanos (quienes correctamente quieren ayudar a los pobres), necesitan erogar dinero tanto como los gobiernos de los países pobres necesitan recibirlo, si no es más.
¿Y qué tal si se prescinde de los gobiernos y se brinda ayuda directamente a los pobres (giving aid directly to the poor)? Con seguridad, es probable que los efectos inmediatos sean mejores, especialmente en países en donde poca de la ayuda de gobierno a gobierno llega efectivamente a los pobres. Además, requeriría de una suma sorprendentemente pequeña –alrededor de 15 centavos de dólar estadounidense al día por parte de cada adulto en los países ricos– para elevar a todos al menos al nivel de la línea de indigencia en la que se subsiste con un dólar al día.
Con todo, esta no es la solución. Los pobres necesitan que los gobiernos los conduzcan hacia una mejor vida; dejar al margen a los gobiernos podría mejorar las cosas a corto plazo, pero dejaría sin resolver el problema subyacente. Los países pobres no pueden depender para siempre de la ayuda externa para mantener sus servicios de salud. Este tipo de ayuda debilita lo que más necesita la gente pobre: un gobierno eficaz que trabaje con ellos para el presente y el futuro.
Algo que está a nuestro alcance es hacer campaña a favor de que nuestros propios gobiernos dejen de hacer aquellas cosas que dificultan aún más a los países pobres en sus esfuerzos por salir de la pobreza. Reducir la ayuda es una medida, pero también lo es limitar el tráfico de armas, mejorar las políticas comerciales y de subvención de los países ricos, facilitar asesoramiento técnico que no esté vinculado a la ayuda, y desarrollar mejores medicamentos para tratar enfermedades sin afectar a la gente rica. No podemos ayudar a los pobres debilitando aún más sus ya débiles gobiernos.

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